martes, 29 de abril de 2008

Llorarás cuando ría

Era un niño como cualquier otro de su edad. No tenía nada que lo hiciera verse diferente. Fue sólo cuando cumplió ocho años que el color de su ojo izquierdo comenzó a cambiar.
Recuerdo como empezó todo. Aquel día el niño cumplía ocho años, no puedo recordar su nombre y espero no hacerlo jamás. Lo celebraban con un hermosa fiesta, como se acostumbraba en los pueblos de las praderas escocesas. Era hijo único. Sus padres pertenecían al clan mayor del norte de la región donde había muchos niños. Habían deseado tener otro pero no pudieron, entonces, le dedicaron todo su tiempo a él.
Aquella tarde el niño jugaba con sus amigos mientras los mayores celebraban a los padres como mandaba la tradición.
La madre del pequeño había preparado un gran banquete para la celebración. Todo era perfecto. Los niños comían a destajos y se notaba que la felicidad era inmensa.
El niño junto a sus cinco amigos jugaban cuerdas, un juego típico de la región. Se veían felices, tan felices que de pronto el niño comenzó a reír de felicidad. Primero despacio y luego un poco más fuerte y cada vez más fuerte hasta que comenzó a reír con toda el alma y en ese preciso momento, mientras su risa envolvía el lugar, sus cinco amigos cayeron al piso muertos, y el niño siguió riendo, fuerte, fuerte y lejos, porque se escuchaba el eco recorriendo las montañas como un aliento de terror; frío, seco, mezclándose con un alarido de dolor que parecía venir de todos lados del mundo, buscando como un hacha de bruma otros niños a quien degollar.
Todos los que estábamos ahí nos quedamos paralizados. Fue tanto el miedo que me produjo su risa que no me di cuenta hasta rato después que uno de los niños que había caído muerto era mi hijo.
De pronto el niño dejó de reír y nos miró. En ese preciso momento el miedo brotó en mi piel abriendo tanto los poros que sentí como el grito que tenía ahogado escapaba de mi cuerpo. Entonces vi sus ojos. El derecho era como siempre, azul y angelical. Pero el izquierdo había cambiado. El iris era blanco y su pupila brillaba. El globo ocular era transparente y dejaba ver su cerebro, que por un momento me pareció ver, se movía dentro de su cabeza. Nos seguía mirando y paulatinamente en su cara se posó una increíble expresión de ternura. Poco a poco comencé a sentir una tranquilidad infinita en mi corazón. Sentí paz, una paz que jamás pensé conocer. En ese instante, de su ojo izquierdo comenzó a caer una pequeña lágrima, que a medida que bajaba por su mejilla se acompañaba de un temblor en su boca, convirtiéndose lentamente en un pequeño sollozo hasta que finalmente rompió en un llanto desconsolado.
Una profunda pena me inundó y comencé a escuchar un vagido, un llanto de recién nacido que atravesaba el cielo completamente. Un aliento de vida, del principio de la vida. Y luego vino otro y otro y otro más, hasta que escuché un centenar de recién nacidos. Un calor eléctrico acompañaba el llanto que parecía venir de todos lados del mundo. Un nacimiento inmenso que llegó como una ola que me golpeó en un instante para sentir la más grande felicidad que jamás había sentido.
Luego el niño dejó de llorar y lentamente comenzó a inundarme el terror de ver en su cara como se esbozaba nuevamente, una pequeña sonrisa.