jueves, 30 de junio de 2011

Con la vida al hombro

Primero fue la punta del dedo más gordo del pie la que comenzó a reflejarse en el espejo hasta que lo atravezó. Luego los demás dedos vencidos por la curiosidad siguieron al más grande. El agua estaba fría y para cuando el empeine y luego el tobillo estuvieron en ella, en los dedos ya estaba más fría. Y cuando la rodilla se atrevió a entrar, entonces el suelo estaba aún más frío.
Mientras abajo los dedos luchaban contra el fondo, por sobre el agua los muslos trataban de mirar cegados por una venda apretada de bastas raídas. Lo mismo ocurrió en la otra pierna, pero un poco después.
Con el saco sobre la espalda, el viejo dejaba solos a sus pies para preocuparse de la espuma de rabia que bajaba un paso más adelante. El saco de tela raída se dejaba acariciar por la piel cruda del viejo; igual de rasgada, igual de partida, dejando ver las fibras del género seco y lleno de polvo con las venas de elásticos vencidos un poco blancos, casi sin sangre.
Con sólo un paso adelante las piernas firmes fueron cediendo al temblor de los dedos ciegos que iban tanteando el suelo como si fuera un mapa escrito en braille que le indicara el camino a seguir. La espuma comenzaba definitivamente a golpear al viejo. Sobre su cara las gotas de transpiración eran la única humedad que la había recorrido, ni siquiera la lengua robaba un poco para mojar los labios.
Un paso a la vez, los temblores avanzaban. Una mano agarrando el saco como si fuera la vida y la otra estirada como para equilibrarse, con la palma hacia la corriente para decirle que se detuviera. Los ojos buscando la orilla, perdiendo el pasado. De pronto el suelo que deja después de cientos de años rodar la piedra atrapada en el fondo y entonces viene el temblor partiendo desde el centro de la planta del pie y sube para que el movimiento casi haga caer al viejo. Entonces se oscurece con el agua el pantalón café, ¿café? Se oscurece como herido por el agua, después de tantos años.
Y entonces el grito del niño atrás, aún en la orilla, le pide a la espuma que no lo bote, que deje tranquilo al viejo, que lo deje pasar si al final no va a ninguna parte. Y el viejo aprieta los labios que se han hundido en el espacio de los dientes que faltan y se ve aparecer el único que ha sobrevivido, y se alza como si fuera un pequeño tallo de trigo amarillo que se escapa por el saco de tela raída igual que su piel, igual que sus labios. Pero el viejo rápidamente lo esconde, lo atrapa con la lengua que saca como la mueca del esfuerzo con el que logra mantrenerse en pie. Vuelve a mirar la orilla sin atreverse a mirar hacia atrás. Y el niño lo espera sentado con dos sacos, más pequeños, más blancos, esperando igual que él por el viejo.
El temblor comenzaba nuevamente cuando el viejo trataba de dar otro paso ya al medio del río. La espuma comenzaba a reírse sabiendo que ya lo tenía, pero seguía golpeándolo, muy despacio, casi más despacio que la brisa de la tarde, pero lo suficiente para que el viejo comenzara a temblar esperando derrumbarse. Y entonces los dedos fríos, heridos y ciegos no supieron qué golpearon, haciendo subir el temblor que lo derrumbó. Los dedos de la mano que llevaba vacía comenzaron a reflejarse en el espejo hasta que lo atravezaron todos al mismo tiempo. Se hundieron más y más y tocaron fondo dejando al hombro y la cabeza y la mitad del cuerpo fuera del agua. Salpicó tanta que golpeó la cara del viejo arrastrando la transpiración de años río abajo, llevándose tierra de cien cosechas, robando el color blanco de la piel seca. Y entonces a medida que el sol hacía brillar las pestañas colgando de agua, sus ojos recién lavados, vieron como la otra mano pedía perdón mientras se alejaba el viejo saco de tela raída, de trigo sudado, de talvez un par de comidas o un poco de abrigo.

martes, 21 de junio de 2011

Esperando cabeza abajo

Lánguida y perdida se dejaba sostener, como si el borde de la uña que se alcanzaba a afirmar, fuera quebrándose y dejando las cicatrices blancas en el transparente acrílico que arrancan los dientes. Le sonaban los huesos con cada viento. Se tambaleaba ebria de agua y apenas podía mover los brazos. Mareada de tanto beber, se le había puesto verde la cara y más tarde cuando el sol se aburrió, se le puso café y reseca.
Estaba cansada ya. De aquí para allá siempre. De un lado a otro, como una cabeza mustia que dice un sí o un no, moviéndose a cada instante, incluso en los días más tranquilos.
Añoraba los tiempos en que estaba derecha y miraba todo bien. Hace ya varias semanas que comenzó a envejecer y a inclinarse hasta quedar boca abajo y mirar todo al revés. Así veía a las otras más débiles caer hacia arriba hasta topar el techo, o el suelo, no estaba segura.
Murmuraba cada mañana con la savia entre los dientes. Refunfuñaba cada tarde contra los gusanos y las orugas y también contra la cuncuna, aunque le gustaba verla cuando venía y esperaba que pasara para que le rascara la espalda.
Tenía las cejas levantadas en los extremos, como si estuviera enojada. Y estaba enojada, siempre. Era la única del árbol que lo estaba. Por eso vivía sola al final de la última rama, allá donde ya no hay tallos. Ya casi ni el viento la visitaba. El sol no la miraba y la luna le hacía muecas a su espalda.
La pobre estaba a punto de quebrarse y nadie podía hacer nada por ella, ni siquiera el agua.
Pasó sus últimos días pensando por qué se había quedado sola, sola y al revés. Y aunque ya nadie la miraba, seguía perfectamente peinada al medio. Con las puntas de su pelo como las manos de una hermosa bailarina que ya vieja, la artritis no deja mover. Pero era elegante, porque había quedado en esa posición. Y así caería.
Fue un hermoso final. Con vueltas que hicieron joven a la vieja bailarina. Algunos dijeron que era como una pluma de cisne, aunque fuera café. Demoró casi toda la tarde en caer y el suelo se movió también toda la tarde, tratando de seguirla de un lado a otro para sostenerla en sus brazos cuando lo tocara. Yo la vi caer con una mano en la cabeza. Creo que trataba de sostener su sombrero de señora.
El suelo la trató bien, pero supongo que ella nunco lo supo. Siempre pensé que mientras caía, podía ver subir por el tronco del árbol a la vieja cuncuna, y así cayendo de vaivén en vaivén, de arrullo en arrullo, mientras le sonreía se quedaba dormida.

martes, 7 de junio de 2011

Un mal cálculo

La mañana estaba triste. El mar sostenía su barbilla con las manos y las nubes andaban con la cara larga. Los roqueríos bostezaban y el horizonte tenía los ojos entreabiertos.
Él se encontraba sentado sobre las rocas, con los pies llegando al mar. Fue la primera vez que vi a todo un escenario y sus actores inmóviles, impávidos mirando al público y buscando en él, alguna entretención, algún acontecimiento, aunque fuera una sola persona.
Esa mañana era aburrida. El día anterior había salido del colegio, salido para nunca más. Hace dos años se había prometido botar hoja por hoja el cuaderno de matemáticas la mañana siguiente que terminara el colegio. Al principio pensó que podía contaminar el mar con tal cantidad de deshechos, pero después recapacitó y pensó: "Lo que no es, no es. Por lo tanto las matemáticas no contaminan". Con esa lógica reprobó el ramo todos los años.
Miró como una gaviota volaba desganada frente a él. Movía las alas de arriba hacía abajo, una y otra vez. Y por supuesto con tal monotonía se quedó dormida hasta que cayó como una flecha al mar. Él pensó que dormida se ahogaría, pero la gaviota salió inmediatamente a flote y con un pez en la boca.
- Suerte la de ella. Se duerme y encuentra comida. Y yo que voy a tener que estudiar cinco años más y trabajar toda mi vida para poder comer.
Entonces abrió el cuaderno y lo primero que vio fue su nombre escrito en la contra tapa con una letra que para entonces ya le pareció un poco desarreglada. El pelotón de tinta justo sobre el comienzo de su apellido era una afrenta que la sal del mar tendría que saldar, y el número del año que ya comenzaba a terminar, tendría que llenarse de arena.
Tomó la primera hoja en la que tenía escrito números en perfecto orden desde arriba hasta abajo y en toda la plana. El título de la materia con lápiz azul y el subrayado en rojo. La arrancó lentamente del cuaderno mientras el espiral la trataba de agarrar con todas sus fuerzas para que no se la quitaran. Él tiraba y el espiral también, hasta que la hoja se fue rompiendo dejando caer pequeños trozos de papel como si el viejo cuaderno sangrara la sabia seca guardada por varios siglos. Se quedó con la hoja en la mano y recordó el primer día en clases de ese último año. Recordó su colegio, los profesores, sus amigos, sus sobre nombres. Vio como un frío recuerdo al primer amigo que había muerto, cuando todos pensaban que sólo los viejos se morían. Sin arrugar esa primera hoja, la dejó caer justo en el momento en que una de las mil ochocientas olas de esas dos horas chocaba contra las rocas. Y él sabía que eran mil ochocientas, porque llevaba ahí dos horas y cada hora tiene sesenta minutos y cada minuto sesenta segundos. Por lo tanto si multiplicas sesenta por sesenta eso da exactamente tres mil seiscientos. Y eso por dos, porque eran dos horas, da exactamente siete mil doscientos. Y si tenemos que cada ola revienta cada cuatro segundos entonces en esas dos horas reventaron siete mil doscientos dividido por cuatro, lo que corresponde a un total de mil ochocientas olas, y olas de mar.
No eran las matemáticas lo que le molestaba. Lo que realmente odiaba era que lo obligaran a aprender algo que no tenía color ni olor, que no tenía comparación ni referencia con un cosquilleo en el estómago, con un color intenso en las mejillas, con la humedad de las pupilas.
La primera hoja cayó lentamente, demoró casi un año en caer hasta el agua y luego se confundió con la espuma.
Sonrió y volvió a mirar el cuaderno. Ahora ante sus ojos quedó la segunda hoja. La acarició con la yema de sus dedos y sintió por primera vez la textura del papel. Por un momento creyó sentir las líneas horizontales impresas en color celeste. Una rara sensación lo hizo distraerse y mirar hacia el frente y arriba. El paisaje seguía aburrido y el sol que ya había asomado, esa mañana no hacía reír a nadie.
Seguía acariciando la hoja y pensó que talvez ella podía tener la piel parecida. La había visto el primer día de clases, y de lunes a viernes todo ese año y no se había atrevido a decirle ni una sola palabra. Y ahora ya habían terminado las clases y no la vería más.
Apretó más esa segunda hoja y comenzó a dolerle la textura del papel. Comenzó a tirar de ella con fuerza y el espiral que también se había aburrido la dejó ir sin darse si quiera cuenta. Tomó esa segunda hoja, se levantó y la soltó tratando de que se alejara lo más posible para que se fuera mar adentro. La hoja comenzó a caer lentamente y a dar vueltas, y en una de esas vueltas él pudo ver que por el otro lado de la hoja se veía de pronto el nombre de ella escrito varias veces en toda la plana y con un título en azul y subrayado en rojo. Con un rápido movimiento trató de alcanzar la hoja pero el viento la movió tan solo un poco, lo suficiente para que él con un mal cálculo perdiera el piso y resbalara cayendo al mar. Cayó despacio, pareció que demoró un año en caer al agua, pero mientras caía alcanzó en el aire la segunda hoja de papel y se hundió en el agua dejando el brazo arriba para que no se mojara. Sacó la cabeza para respirar y sonriendo vio que detrás de la hoja seca con el nombre de ella escrito casi cien veces, el horizonte, las nubes, el mar, los roqueríos y la mañana se reían con él.