martes, 25 de noviembre de 2008

El deber

Aquella tarde en el patio de la estación de trenes, pensé que podía encontrarme con ella. Yo ya la había visto por ahí. Deambulé largo rato, sin darle botes a mi pelota para no asustarla. De pronto apareció un segundo y se perdió tras un vagón. Era hermosa, incluso más hermosa que la paleta de dulce con la cara del pato Lucas que estaba en la tienda de la esquina. Yo la había comprado con un dinero que me había dado mi papá con la condición de no molestar a mis hermanas durante tres días seguidos, incluyendo objetos personales y pololos. Coloqué la paleta en mi velador, justo al lado del reloj de Lucas. La miré durante varios días, soporté horas de hambre y ahuyenté 46 moscas y dos comandos de avanzada, que de haber vuelto con la información, habrían llenado de hormigas mi trofeo. Todo mi esfuerzo fue inútil; un día entré en mi pieza, el piso estaba reluciente, los muebles no tenían ni un poco de polvo, no había ropa en el suelo y mi paleta de dulce del Pato Lucas estaba rota. Comprendí que había sido una víctima más en la sangrienta lucha de clases.

Me acerqué al viejo vagón y busqué largo rato hasta que la volví a ver. Deambulaba sola, sin mirar a los cientos de espectadores que boquiabiertos exclamaban su belleza. Así era, orgullosa y mimada como una estrella de cine. Bailaba con los más hermosos temblores, escapando nerviosa de un pasado horrible, de una cárcel de seda y piel. Saltaba en el aire como si fuera la campeona del luche o la reina de las naciones. Yo la miraba, pero me hacía el tonto. Ella sabía que yo la miraba pero no me prestaba atención. Incluso si me acercaba mucho, se alejaba. Pero era hermosa, parecía una de mis pinturas con témpera de artes plásticas, claro que hecha con cuidado y dedicación. Hermosa y delicada, flotaba como una pequeña hoja de otoño vestida de fiesta. A ratos era torpe e indefinida, pero tan hermosa que me hacía mover la cabeza con pequeños tumbos para minimizar su vuelo imperfecto. De pronto, y a causa de como movía la cabeza, no vi la pared y me di un cabezazo tremendo. Lo que más me dolió es que como andaba con la lengua afuera, asunto del cual ya había sido advertido en ocasiones anteriores, me la mordí. Una vez que mis ojos se habían secado, y no es que estuviera llorando, sino que yo transpiro mucho cerca de los ojos, me di cuenta que la había perdido de vista.

Caminé largo rato hasta que por fin la vi. Estaba completamente decidido y esta vez debía tener todo bajo control. Con gran destreza y gracias a que era una materia fresca, me até los zapatos sin mirarlos para no perderla de vista. La aseché como un gran cazador, hasta que en un momento de descuido -la naturaleza no siempre es perfecta- se posó al alcance de mi mano. La tomé rápidamente pero con cuidado para no dañarla, ya que mis órdenes eran llevarla completa. La miré entre mis manos y la pude ver bien, era realmente hermosa. Con mucho cuidado la coloqué sobre una plumavit, extendí sus alas con un mano y de pronto, por un momento, creí ver en ella mi hermosa paleta de dulce. Dudé un instante, casi me dio pena, pero me repuse al hipnotismo de mi prisionera y con la otra mano, sin mirar sus ojos, le atravesé un alfiler.

martes, 11 de noviembre de 2008

Ahora, atrás de ti.

Se entremezcla con la niebla, camina casi sin tocar el suelo. Escupe de escarcha y el viento no se atreve a soplar. A su paso se forman pequeños remolinos en la espuma ingrávida, que se asemejan a oscuros huecos del globo ocular de una calavera, un cráneo, blanco, blanca como la noche brumosa cuando la luna está entera. Y esa misma niebla no quiere tocarlo. A medida que avanza casi al rozar su cuerpo se escurre por un lado y pasa hacia atrás dando una vuelta en el aire, como de alivio. Nadie más lo nota, sólo las hojas saben de su paso cuando aplastadas no alcanzan a gritar.
Siente un gemido y se detiene. No se mueve, hasta que por fin ve al hombre arrastrándose por la hojarasca. Quieto y sin oír, espera hasta que lo tiene al alcance de su mano. Levanta lentamente el brazo mientras sus garras hacen correr asustados a los destellos de la luna. Mira al hombre y cuando lo tiene justo debajo, lanza el manotazo que se siente como la caída de un árbol. Levanta su mano empuñada asiendo un pedazo de aquél hombre. La carne aún tibia entre las costillas, blancas como marfil y listas para pudrirse. Las tiras de piel y nervio mezcladas con la grasa amarillenta y la sangre roja, que llega poco a poco al café oscuro. Se lleva su presa a la boca y la desgarra con los dientes. Bota el resto al suelo y se lame las manos, con los pelos inundados en sangre, manchados de tierra.
Camina por horas arrastrando las patas, indiferente, dejando huellas de baba en el suelo y en las ramas que golpean su cara. El sonido del vaho saliendo de su nariz se siente a lo lejos, a intervalos simétricos como los rayos de una gran tormenta, como las tumbas en un cementerio.
Y lo sientes al frente mientras se acerca. Lo escuchas cada vez más fuerte y quieres correr, pero no corres, no puedes. Las manos que salen de la tierra agarran tus pies clavándote las uñas en las canillas y los tobillos. Y lo sientes al frente, cada vez más cerca. Y el miedo te hace vomitar, los ojos comienzan a llorar sabiendo que es la última vez. Te muerdes la lengua hasta arrancar un pedazo y ya no sabes si sientes la sal de tu sangre o la dulzura de tus lágrimas, o al revés. La comisura de tu boca comienza a temblar. El agua de tus ojos se junta en ella y entonces sacas la lengua para lamer tus labios y los llenas de sangre, y él la huele y se acerca aún más rápido y de pronto sientes en tu cara su aliento y el miedo. Cierras los ojos para no verlo, aprietas el estómago inocente para que no clave sus garras y ahora, abriendo los ojos escupes la sangre cuando atrás de ti, las mismas garras se entierran en tu espalda, caes al suelo y lo último que sientes es el gusto de aquella hoja llena de tierra y la baba que cae sobre tu ojo.

lunes, 3 de noviembre de 2008

Cerca de la orilla

El sol ya estaba en el final del día y las piernas comenzaban a dolerle cuando se dio cuenta que estaba arrodillado frente al mar. En la orilla el agua casi no se movía, igual que su reflejo. Su rostro, y tras ese rostro, desenfocado el fondo arenoso. Después de un rato dejó de ser ese fondo arenoso y se convirtió en parte del reflejo, en lo que había detrás de su rostro, en el interior de su cabeza. Recordó cuando hace cinco años y medio construyó ahí un pequeño castillo de arena, sólo con las manos, sin más pretensiones y le dijo a Amanda que así sería la casa donde vivirían el resto de su vida. Arena era lo que no lo dejaba pensar. Arena era lo que hacía subir y bajar la marea dentro de él.

- "Arena debe haber sido lo último que vio."
Dijo esto y se puso de pie.

Era una mañana hermosa y era el único paseo que había podido tener con su hijo después de los largos meses de trabajo en el extranjero. Amanda, su mujer, había muerto el día del parto. El niño que ya tenía cuatro años se había quedado con sus abuelos los cinco meses que el padre había estado ausente.
Se despidieron de los abuelos y salieron en busca de aquél pequeño y escondido rincón en el que él y Amanda iban cada tarde que comenzaba la primavera.
Llegaron a aquella playa. El sol estaba a un cuarto del día y la luz se reflejaba en el agua rebotando en todas direcciones. Él entrecerraba un poco los ojos, mientras que su hijo que casi le colgaba de las manos, tenía los ojos abiertos como si un tren de luces viniera directo a él. Pensó que su madre debía haber sido como ese lugar. Estuvieron así parados hasta que el reflejo del sol pasó sobre sus cabezas.
Ya el sol se encontraba en el medio del día. Tendieron la pequeña frazada y abrieron la canasta con pan, jugos y frutas que había mandado la abuela. No había lugar a las palabras. Almorzaron mirando el paisaje, y el pequeño cruzando de vez en cuando la mirada sobre su padre, para aprender cómo se miraba el horizonte, cómo se sostenía un trozo de pan más de cinco minutos entre los labios, cómo se dejaba rodar una lágrima sin que cayera al suelo.
Hasta que el padre lo miró sonriendo, pasó su mano suavemente por la cabeza del niño y se recostó de espaldas hasta que el aroma de la arena y el agua lo hicieron dormir.
El sol ya estaba pasando la mitad del día y los reflejos iban y venían en todas direcciones. El agua también iba y venía como el dedo índice de una mano que llama hasta que alguien viene. El niño entendió el llamado y se levantó para caminar hacia el mar. Sonriendo se acercó más y más, y sus risas se confundían con el reventar de las pequeñas olas. Entonces, quiso jugar con la espuma y quiso reírse con las cosquillas de la brisa y con el desorden de la arena y con el ir y venir, y con el subir y bajar hasta que estuvo dentro del mar y comenzó a jugar con él. Se entretuvo con la arena, con su sabor mientras la tragaba. Consiguió hacer las burbujas más grandes y las veía subir con los ojos entreabiertos. Se reía con las cosquillas de la arena y el agua entrando en sus pulmones. Se alegraba de sentir como lo tomaban de un lado para otro, todos su nuevos amigos. Jugó y jugó hasta que el cansancio lo hizo dormir y apoyó suavemente su cabeza sobre el fondo arenoso. El sol ya estaba en el final del día.