martes, 31 de mayo de 2011

El Último Color

Caminaba solo por la calle sin saber hasta donde llegar. Era la primera vez que estaba fuera de su casa sin nadie más de la mano. Sólo llevaba las seis témperas y el pincel gordo.
Dejó las hojas porque no le cabían en las pequeñas manos. Lo único que le gustaba realmente era pintar y fue lo único que se llevó.
Las primeras dos cuadras lloró, y lloró tanto que el resto de su camino no salió nada más de sus ojos y aunque era de día, tampoco nada entró.
Hubiera jurado que algunas de sus lágrimas eran azules, levemente azules. Incluso parecían diminutas esferas de cristal, de esas en las que todo se refleja pero nada queda adentro. Un vidrio resbaloso en el que mientras más te acercas más grande te reflejas, pero si te alejas, simplemente te suelta.
Caminaba con la cabeza gacha para que nadie viera su cara. Le avergonzaba su color. Pero él no era racista, era sólo un niño. Le avergonzaba el color morado cerca de sus ojos, el color rojo-café del rasmillón en su barbilla, el color de sus lágrimas.
De tanto en tanto se tocaba el pómulo, sólo con la yema de los dedos porque más que eso dolía, y cuando dolía, entonces no sólo dolía la herida; dolía una casa, un colegio, una cocina, una habitación y dolía una mano, mucho más grande que la de él, mucho más fuerte.
Al llegar a una esquina de pronto apareció un hombre tras la muralla. El niño con una reacción inmediata se tapó la cara y se arrodillo en el suelo gris hasta que el peligro pasó. El hombre, unos metros más allá volvió la mirada para ver al pequeño ovillo.
Al llegar la tarde, el niño ya estaba lejos, aunque recién comenzaba a salir de la ciudad. La tarde no estaba fría, sólo su corazón. Se detuvo un momento en un lugar que le pareció increíble: No tenía paredes. Se veía atrás la ciudad y adelante el campo. Y entonces decidió descansar. Se dejó caer en el suelo, como oscilando sobre su espalda, y sintió la humedad del pasto en su ropa. Pensó que si se resfriaba sería otra razón más para el color en su cara. En la mitad de su balanceo hacia atrás y cuando tenía la cara hacia arriba, abrió los ojos mientras exhalaba y entonces el cielo lo hizo olvidar.
Las estrellas que comenzaban a aparecer se movían con una conocida coreografía, algo que talvez se podía parecer al móvil sobre la cuna de un pequeño, o quizá de él mismo. Comenzó a sentir el color azul del cielo y sintió su paz, la tranquilidad. Sintió la seguridad de que la violencia y el dolor jamás serían de ese color. Comenzó a descubrir el silencio pintado de azul, la transparencia hacia el infinito que existe más allá de él y quiso vivir en ese azul intenso para siempre. Pero de pronto el azul comenzó a tornarse anaranjado e incluso llegó ser rojo. El rojo que él había visto en otros ojos, el rojo que le había hecho cerrar sus propios ojos. Finalmente el color rojo comenzó a desaparecer y se volvió todo negro y frío. Sólo quedaban pequeños puntos luminosos que nada iluminaban. Entonces supo que jamás debería perder el azul. Ese debía ser siempre su último color. Entonces tomó sus seis témperas y saco el pequeño frasco con el color azul. Tomó su pincel y en su último intento por ser niño, caminando lentamente, volvió a su casa con la nariz pintada de azul.

domingo, 29 de mayo de 2011

Las Lavanderas

Fuertes y recias caen las sábanas. Como las nubes en las tormentas del sur, pero blancas. Sondeando hacia el este y el oeste burlando al viento. Sin agua pero mojadas, gotean en el suelo un clave morse que sin significado termina por convertirse en barro.
Las lavanderas exponen su trabajo, las artistas. Cuelgan sus cuadros en muros de colores infinitos, donde sus obras destacan el blanco y no al revés como pretende la realidad. Y ellas orgullosas las exponen por la mañana para que su gran admirador las observe todo el día. Primero desde abajo, luego un poco más arriba para que al medio día ya las observe completamente desde lo alto. Más tarde pasa al otro lado y comienza a bajar la vista mientras las sigue observando hasta llegar abajo otra vez y entonces se avergüenza por haberla observado todo el día como un eterno enamorado y se esconde para tomar fuerzas y volver al otro día y hacer lo mismo; el mirón, el de mejillas coloradas al atardecer.
Y el viento sopla como queriendo robarles su cosecha, que lejos del mar sale del agua. Y ellas van sonriendo y mostrando sus dientes, también blancos, también listos para que el viento se los lleve. Sus brazos quemados por el sol, los surcos en sus caras, los hijos en el alma.
Son errantes, como tú y yo. Buscan el sol para coronar su trabajo y pierden el día cuando no está. Le temen al viento y a los pájaros artistas.
Nunca vi sábanas tan blancas. Ni siquiera la mariposa más vieja y sabia exhibe tales canas cuando extiende sus alas.
Pero ahí están las sábanas, como tímidos fantasmas de aquellas señoras con el alma al viento y las manos al agua.
Hueles, es el aroma del jabón, el aroma de las flores. El olor limpio del jardín, pero sin color.
Y ahora conversan. Ríen esperando que el sol haga su trabajo. Lloran pensando en él. Dejan sobre sus rodillas las manos con las uñas transparentes como sus ojos. Con los dedos hinchados y descoloridos por la espuma de un mar amargo y desechable. Y agarran la falda celeste y la aprietan empuñando sus manos, ambas a la vez. Se aferran a un sueño ahogado en pequeños baldes naranja y orillas de ríos fríos, limpios al principio y sucios al final. No sueltan el género celeste. Lo sostienen con fuerza buscando el calor en sus manos, tratando de percibir su propio olor.
Y secan su transpiración pasando la frente sobre el hombro como si las flores estampadas en su vieja blusa pidieran más agua. Entonces se ríen, y sus mejillas saltan arriba y abajo al mismo ritmo de la carne suelta bajo sus brazos; de los muslos sobre el tronco a medio cortar; de las sábanas al atardecer.
Las viejas buenas, las que siempre sonríen, las de manos siempre frescas.