viernes, 15 de octubre de 2010

El Escultor

Esperó hasta que la noche se convirtiera en el perfecto útero. Acariciaba las palmas de sus manos una con otra, enamorádolas. No las miraba para que se besaran tranquilas. Para que se amaran tanto que su trabajo no pudiera resultar menos hermoso que eso.
Pensaba en ella mientras rozaba su cara con sus manos, tratando de robar un par de besos.
Se imaginaba cómo serían sus ojos. Hasta dónde llegaría la comisura de sus labios cuando riera y cuántos destrozos harían sus lágrimas mientras cayeran.
Siguió imaginando y delirando hasta que de pronto el color oscuro de la noche lo deslumbró, y sintiendo que sus manos ya se hartaban de amor, comenzó.
Trabajó largas horas mientras salpicaba pequeños defectos que se deshacían en el suelo. Trabajó hasta que por fin la tuvo al frente. La miró a los ojos y ahí estaba. Era ella. La mujer de hielo; azul, trasparente, brillante. Fría de labios celestes.
Su pelo como río de aguas azul y blanco que se alborotaba a medida que los peces nadaban contra su corriente, que terminaba en cascada como si fuera una fuente de bronce y estaño, cubriendo de rebalse sus pies pequeños.
Su frente lo cegaba con un resplandor que no podía ser reflejo de algo exterior. Un escudo de hielo, que trataba de impedir que provocara en sus ojos un poco de calor. Era un instinto de conservación.
Sus ojos, aun más azules que la sombra de sus labios. Sus ojos simples, de esencia. Con pequeñas estalactitas y estalagmitas; frágiles y punzantes; protegiendo, amenazando como dientes de una prehistórica planta carnívora que atrapa visiones y las mastica hasta digerir en sueños. El color de sus ojos, el color cristal, el color perfecto.
Su nariz tenía el preciso corte del diamante. Un resbalín natural por donde se deslizarían pingüinos y focas, y hasta un diminuto e imaginario elefante marino que caería al mar; también azul, también frío.
Sólo soñaba con nadar sin brazos hasta caer en sus labios; un pequeño salvavidas para abrazar, para descansar hasta el amanecer. El primer descubrimiento de agua dulce. De una inmensidad en una inmensidad aun más grande. Sus labios fríos. Compuestos de agua, pero secos, duros, igual a una porcelana.
Y se atrevió a tocar su barbilla para ver si podía mover su cabeza. Pero no se movió. Aplicó un poco más, pero sólo un poco más de presión, y no se movió. Le dio miedo volver a intentar. Pero logró quedarse con un recuerdo helado en la yema de su dedo, sólo por esos cinco segundos y luego desapareció en su calor. Lo perdió.
Su cuello caía como el fósil de un prehistórico nogal perdido en un glaciar; recio y fuerte, pero noble. Se separaba en dos grandes raíces, para caer largas y terminar en otras diez pequeñas raíces, atentas esperando, separadas unas de otras con la gracia de la geometría: perfecta pero fría.
Sólo al mirar sus senos sintió que el frío realmente podía doler, que comenzaba a congelar su corazón. Miró tan detenidamente que sus ojos ya se escarchaban. Era el azul más delicado que jamás había percibido, el más sereno. Y sus mejillas se volvieron vergüenza, porque no tenía derecho a mirarla. Entonces rápidamente bajó la vista para observar su ombligo. Y tuvo que pensar que era un remolino de agua azul que daba vueltas atrayendo todo a su alrededor, hasta que lo atrapaba hundiéndolo en el más gélido océano, para que su vergüenza se enfriara a doscientos metros bajo el agua, bajo cero.
Así cayendo y cayendo se encontró con su sexo: Azul intenso, con cristales de hielo y nieve que se entrelazaban para formar el frío más frágil que jamás había conocido. Dormido hace mil millones de años y escondido entre y sobre lo más alto de dos pilares de hielo hermosos hasta el suelo; de curvas talladas por gotas de agua.
Volvió a mirarla pero ahora hacia arriba y muy rápido. Sintió que todo ese frío le latía en el cuello y quizo abrazarla pero se contuvo. Un calor inimaginable comenzaba a invadirlo.
Retrocedió unos pasos y se quedó mirándola. Realmente era azul y brillante, y no parecía tan fría. Y la miró y la miró, hasta que sus pupilas se congelaron, pero sólo sus pupilas porque el resto estaba ardiendo. Parado frente a ella y con un leve temblor en sus labios cayeron sus lágrimas. Y no sabía si eran eran sus pupilas que se deshacían con el calor de sus párpados. No sabía si sus manos pararían de temblar y volverían a amarse. No sabía si el frío se podía amar, hasta ahora. Entonces decidió que debía tenerla aunque fuera unos minutos, porque prefería eso a mirarla para siempre. Y se acercó ansioso. Con el temor de un niño, con el temblor de un anciano. Primero tomó su mano, como si fuera la última hoja de otoño. Resbaló sus manos acariciando sus codos y sus hombros hasta perderlas tras su espalda. Apoyó las palmas de sus manos contra su piel celeste y la abrazó con fuerza mientras apoyaba su cara contra su rostro. Y sintió el frío más intenso, y vio el azul más hermoso. Y se quedó abrazado a ella hasta que desapareció.