jueves, 13 de octubre de 2011

Justo antes

Siento como mis piernas comienzan a encementarse, como mis ojos se delatan hasta enternecer a un guerrero, como ya no pueden ver y sólo imágenes de recuerdo me inundan.
Apenas alcanzo a ver mis manos y el temblor en ellas parece ser la risa negra del que espera por mí.
Mi piel ha perdido la memoria y asustada se plega esperando saltar, pero sin saltar, sólo estando ahí siempre, como el forastero hasta que se queda.
Siento como las uñas de mis manos y pies piden perdón por no haber detenido a la vida mientras se escapaba por todos mis extremos.
La saliva espesa anunciando la sequedad, raspando los labios al caer deforme hasta la barbilla y colgar así en una pequeña gota para estrellarse contra el suelo y desparramarse sólo para evaporarse y dejar su olor. Sólo para eso y nada más.
Siento cómo por primera vez en mi vida quiero llorar, cómo mi garganta empieza a retorcerse para ahorcarme y a reírse sabiendo que la angustia comienza a dar náuseas y entonces el miedo sube igual a una materia agria que se asoma únicamente para dejar la amargura en mi boca y luego vuelve a bajar sabiendo que esa era su misión. El miedo, el miedo que nunca tuve en mi vida, lo tengo ahora, justo antes.
Me arrepiento de que mi último deseo fuera una buena comida y una buena mujer. Me arrepiento de no haber sido el último deseo de nadie. Me arrepiento de estar aquí postrado esperando. De esperar a que me vengan a buscar para siempre, o que me lleven quizá para nunca.
Siento que lo único que me acompaña es alguien que acabo de conocer, alguien que me va a acompañar para siempre. Alguien de quien no me tengo que despedir, que no va a llorar. Alguien que me lleva como un trofeo, quizá esperando una comisión, un porcentaje de mi alma
Siento como la vida ya no espera nada de mí, como ya no hay nadie a mi alrededor.
Comienzo a recordar aquellos años, a describir en mi recuerdo las imágenes que nunca antes me grabe, las historias con que nunca antes reí y las mujeres con que nunca antes soñé. Y recuerdo mis primeros amigos, mientras olvido dónde están ahora. Recuerdo mis primeros amores, pero he olvidado sus caras, sus olores.
Y así siento como el color comienza a desaparecer. Siento que el frío se hace presagio. Siento como los latidos de mi corazón son cada vez menos y los escucho más fuerte que nunca. Siento cómo comienza a oscurecer y la luz se convierte sólo en un recuerdo. Siento cómo se detienen mis venas y todo mi esfuerzo ya no hace un respiro. Y el miedo no se ha ido, está ahí esperando, burlándose apostando por un ruego. Pero ya no importa, ya no siento, ya no.

jueves, 30 de junio de 2011

Con la vida al hombro

Primero fue la punta del dedo más gordo del pie la que comenzó a reflejarse en el espejo hasta que lo atravezó. Luego los demás dedos vencidos por la curiosidad siguieron al más grande. El agua estaba fría y para cuando el empeine y luego el tobillo estuvieron en ella, en los dedos ya estaba más fría. Y cuando la rodilla se atrevió a entrar, entonces el suelo estaba aún más frío.
Mientras abajo los dedos luchaban contra el fondo, por sobre el agua los muslos trataban de mirar cegados por una venda apretada de bastas raídas. Lo mismo ocurrió en la otra pierna, pero un poco después.
Con el saco sobre la espalda, el viejo dejaba solos a sus pies para preocuparse de la espuma de rabia que bajaba un paso más adelante. El saco de tela raída se dejaba acariciar por la piel cruda del viejo; igual de rasgada, igual de partida, dejando ver las fibras del género seco y lleno de polvo con las venas de elásticos vencidos un poco blancos, casi sin sangre.
Con sólo un paso adelante las piernas firmes fueron cediendo al temblor de los dedos ciegos que iban tanteando el suelo como si fuera un mapa escrito en braille que le indicara el camino a seguir. La espuma comenzaba definitivamente a golpear al viejo. Sobre su cara las gotas de transpiración eran la única humedad que la había recorrido, ni siquiera la lengua robaba un poco para mojar los labios.
Un paso a la vez, los temblores avanzaban. Una mano agarrando el saco como si fuera la vida y la otra estirada como para equilibrarse, con la palma hacia la corriente para decirle que se detuviera. Los ojos buscando la orilla, perdiendo el pasado. De pronto el suelo que deja después de cientos de años rodar la piedra atrapada en el fondo y entonces viene el temblor partiendo desde el centro de la planta del pie y sube para que el movimiento casi haga caer al viejo. Entonces se oscurece con el agua el pantalón café, ¿café? Se oscurece como herido por el agua, después de tantos años.
Y entonces el grito del niño atrás, aún en la orilla, le pide a la espuma que no lo bote, que deje tranquilo al viejo, que lo deje pasar si al final no va a ninguna parte. Y el viejo aprieta los labios que se han hundido en el espacio de los dientes que faltan y se ve aparecer el único que ha sobrevivido, y se alza como si fuera un pequeño tallo de trigo amarillo que se escapa por el saco de tela raída igual que su piel, igual que sus labios. Pero el viejo rápidamente lo esconde, lo atrapa con la lengua que saca como la mueca del esfuerzo con el que logra mantrenerse en pie. Vuelve a mirar la orilla sin atreverse a mirar hacia atrás. Y el niño lo espera sentado con dos sacos, más pequeños, más blancos, esperando igual que él por el viejo.
El temblor comenzaba nuevamente cuando el viejo trataba de dar otro paso ya al medio del río. La espuma comenzaba a reírse sabiendo que ya lo tenía, pero seguía golpeándolo, muy despacio, casi más despacio que la brisa de la tarde, pero lo suficiente para que el viejo comenzara a temblar esperando derrumbarse. Y entonces los dedos fríos, heridos y ciegos no supieron qué golpearon, haciendo subir el temblor que lo derrumbó. Los dedos de la mano que llevaba vacía comenzaron a reflejarse en el espejo hasta que lo atravezaron todos al mismo tiempo. Se hundieron más y más y tocaron fondo dejando al hombro y la cabeza y la mitad del cuerpo fuera del agua. Salpicó tanta que golpeó la cara del viejo arrastrando la transpiración de años río abajo, llevándose tierra de cien cosechas, robando el color blanco de la piel seca. Y entonces a medida que el sol hacía brillar las pestañas colgando de agua, sus ojos recién lavados, vieron como la otra mano pedía perdón mientras se alejaba el viejo saco de tela raída, de trigo sudado, de talvez un par de comidas o un poco de abrigo.

martes, 21 de junio de 2011

Esperando cabeza abajo

Lánguida y perdida se dejaba sostener, como si el borde de la uña que se alcanzaba a afirmar, fuera quebrándose y dejando las cicatrices blancas en el transparente acrílico que arrancan los dientes. Le sonaban los huesos con cada viento. Se tambaleaba ebria de agua y apenas podía mover los brazos. Mareada de tanto beber, se le había puesto verde la cara y más tarde cuando el sol se aburrió, se le puso café y reseca.
Estaba cansada ya. De aquí para allá siempre. De un lado a otro, como una cabeza mustia que dice un sí o un no, moviéndose a cada instante, incluso en los días más tranquilos.
Añoraba los tiempos en que estaba derecha y miraba todo bien. Hace ya varias semanas que comenzó a envejecer y a inclinarse hasta quedar boca abajo y mirar todo al revés. Así veía a las otras más débiles caer hacia arriba hasta topar el techo, o el suelo, no estaba segura.
Murmuraba cada mañana con la savia entre los dientes. Refunfuñaba cada tarde contra los gusanos y las orugas y también contra la cuncuna, aunque le gustaba verla cuando venía y esperaba que pasara para que le rascara la espalda.
Tenía las cejas levantadas en los extremos, como si estuviera enojada. Y estaba enojada, siempre. Era la única del árbol que lo estaba. Por eso vivía sola al final de la última rama, allá donde ya no hay tallos. Ya casi ni el viento la visitaba. El sol no la miraba y la luna le hacía muecas a su espalda.
La pobre estaba a punto de quebrarse y nadie podía hacer nada por ella, ni siquiera el agua.
Pasó sus últimos días pensando por qué se había quedado sola, sola y al revés. Y aunque ya nadie la miraba, seguía perfectamente peinada al medio. Con las puntas de su pelo como las manos de una hermosa bailarina que ya vieja, la artritis no deja mover. Pero era elegante, porque había quedado en esa posición. Y así caería.
Fue un hermoso final. Con vueltas que hicieron joven a la vieja bailarina. Algunos dijeron que era como una pluma de cisne, aunque fuera café. Demoró casi toda la tarde en caer y el suelo se movió también toda la tarde, tratando de seguirla de un lado a otro para sostenerla en sus brazos cuando lo tocara. Yo la vi caer con una mano en la cabeza. Creo que trataba de sostener su sombrero de señora.
El suelo la trató bien, pero supongo que ella nunco lo supo. Siempre pensé que mientras caía, podía ver subir por el tronco del árbol a la vieja cuncuna, y así cayendo de vaivén en vaivén, de arrullo en arrullo, mientras le sonreía se quedaba dormida.

martes, 7 de junio de 2011

Un mal cálculo

La mañana estaba triste. El mar sostenía su barbilla con las manos y las nubes andaban con la cara larga. Los roqueríos bostezaban y el horizonte tenía los ojos entreabiertos.
Él se encontraba sentado sobre las rocas, con los pies llegando al mar. Fue la primera vez que vi a todo un escenario y sus actores inmóviles, impávidos mirando al público y buscando en él, alguna entretención, algún acontecimiento, aunque fuera una sola persona.
Esa mañana era aburrida. El día anterior había salido del colegio, salido para nunca más. Hace dos años se había prometido botar hoja por hoja el cuaderno de matemáticas la mañana siguiente que terminara el colegio. Al principio pensó que podía contaminar el mar con tal cantidad de deshechos, pero después recapacitó y pensó: "Lo que no es, no es. Por lo tanto las matemáticas no contaminan". Con esa lógica reprobó el ramo todos los años.
Miró como una gaviota volaba desganada frente a él. Movía las alas de arriba hacía abajo, una y otra vez. Y por supuesto con tal monotonía se quedó dormida hasta que cayó como una flecha al mar. Él pensó que dormida se ahogaría, pero la gaviota salió inmediatamente a flote y con un pez en la boca.
- Suerte la de ella. Se duerme y encuentra comida. Y yo que voy a tener que estudiar cinco años más y trabajar toda mi vida para poder comer.
Entonces abrió el cuaderno y lo primero que vio fue su nombre escrito en la contra tapa con una letra que para entonces ya le pareció un poco desarreglada. El pelotón de tinta justo sobre el comienzo de su apellido era una afrenta que la sal del mar tendría que saldar, y el número del año que ya comenzaba a terminar, tendría que llenarse de arena.
Tomó la primera hoja en la que tenía escrito números en perfecto orden desde arriba hasta abajo y en toda la plana. El título de la materia con lápiz azul y el subrayado en rojo. La arrancó lentamente del cuaderno mientras el espiral la trataba de agarrar con todas sus fuerzas para que no se la quitaran. Él tiraba y el espiral también, hasta que la hoja se fue rompiendo dejando caer pequeños trozos de papel como si el viejo cuaderno sangrara la sabia seca guardada por varios siglos. Se quedó con la hoja en la mano y recordó el primer día en clases de ese último año. Recordó su colegio, los profesores, sus amigos, sus sobre nombres. Vio como un frío recuerdo al primer amigo que había muerto, cuando todos pensaban que sólo los viejos se morían. Sin arrugar esa primera hoja, la dejó caer justo en el momento en que una de las mil ochocientas olas de esas dos horas chocaba contra las rocas. Y él sabía que eran mil ochocientas, porque llevaba ahí dos horas y cada hora tiene sesenta minutos y cada minuto sesenta segundos. Por lo tanto si multiplicas sesenta por sesenta eso da exactamente tres mil seiscientos. Y eso por dos, porque eran dos horas, da exactamente siete mil doscientos. Y si tenemos que cada ola revienta cada cuatro segundos entonces en esas dos horas reventaron siete mil doscientos dividido por cuatro, lo que corresponde a un total de mil ochocientas olas, y olas de mar.
No eran las matemáticas lo que le molestaba. Lo que realmente odiaba era que lo obligaran a aprender algo que no tenía color ni olor, que no tenía comparación ni referencia con un cosquilleo en el estómago, con un color intenso en las mejillas, con la humedad de las pupilas.
La primera hoja cayó lentamente, demoró casi un año en caer hasta el agua y luego se confundió con la espuma.
Sonrió y volvió a mirar el cuaderno. Ahora ante sus ojos quedó la segunda hoja. La acarició con la yema de sus dedos y sintió por primera vez la textura del papel. Por un momento creyó sentir las líneas horizontales impresas en color celeste. Una rara sensación lo hizo distraerse y mirar hacia el frente y arriba. El paisaje seguía aburrido y el sol que ya había asomado, esa mañana no hacía reír a nadie.
Seguía acariciando la hoja y pensó que talvez ella podía tener la piel parecida. La había visto el primer día de clases, y de lunes a viernes todo ese año y no se había atrevido a decirle ni una sola palabra. Y ahora ya habían terminado las clases y no la vería más.
Apretó más esa segunda hoja y comenzó a dolerle la textura del papel. Comenzó a tirar de ella con fuerza y el espiral que también se había aburrido la dejó ir sin darse si quiera cuenta. Tomó esa segunda hoja, se levantó y la soltó tratando de que se alejara lo más posible para que se fuera mar adentro. La hoja comenzó a caer lentamente y a dar vueltas, y en una de esas vueltas él pudo ver que por el otro lado de la hoja se veía de pronto el nombre de ella escrito varias veces en toda la plana y con un título en azul y subrayado en rojo. Con un rápido movimiento trató de alcanzar la hoja pero el viento la movió tan solo un poco, lo suficiente para que él con un mal cálculo perdiera el piso y resbalara cayendo al mar. Cayó despacio, pareció que demoró un año en caer al agua, pero mientras caía alcanzó en el aire la segunda hoja de papel y se hundió en el agua dejando el brazo arriba para que no se mojara. Sacó la cabeza para respirar y sonriendo vio que detrás de la hoja seca con el nombre de ella escrito casi cien veces, el horizonte, las nubes, el mar, los roqueríos y la mañana se reían con él.

martes, 31 de mayo de 2011

El Último Color

Caminaba solo por la calle sin saber hasta donde llegar. Era la primera vez que estaba fuera de su casa sin nadie más de la mano. Sólo llevaba las seis témperas y el pincel gordo.
Dejó las hojas porque no le cabían en las pequeñas manos. Lo único que le gustaba realmente era pintar y fue lo único que se llevó.
Las primeras dos cuadras lloró, y lloró tanto que el resto de su camino no salió nada más de sus ojos y aunque era de día, tampoco nada entró.
Hubiera jurado que algunas de sus lágrimas eran azules, levemente azules. Incluso parecían diminutas esferas de cristal, de esas en las que todo se refleja pero nada queda adentro. Un vidrio resbaloso en el que mientras más te acercas más grande te reflejas, pero si te alejas, simplemente te suelta.
Caminaba con la cabeza gacha para que nadie viera su cara. Le avergonzaba su color. Pero él no era racista, era sólo un niño. Le avergonzaba el color morado cerca de sus ojos, el color rojo-café del rasmillón en su barbilla, el color de sus lágrimas.
De tanto en tanto se tocaba el pómulo, sólo con la yema de los dedos porque más que eso dolía, y cuando dolía, entonces no sólo dolía la herida; dolía una casa, un colegio, una cocina, una habitación y dolía una mano, mucho más grande que la de él, mucho más fuerte.
Al llegar a una esquina de pronto apareció un hombre tras la muralla. El niño con una reacción inmediata se tapó la cara y se arrodillo en el suelo gris hasta que el peligro pasó. El hombre, unos metros más allá volvió la mirada para ver al pequeño ovillo.
Al llegar la tarde, el niño ya estaba lejos, aunque recién comenzaba a salir de la ciudad. La tarde no estaba fría, sólo su corazón. Se detuvo un momento en un lugar que le pareció increíble: No tenía paredes. Se veía atrás la ciudad y adelante el campo. Y entonces decidió descansar. Se dejó caer en el suelo, como oscilando sobre su espalda, y sintió la humedad del pasto en su ropa. Pensó que si se resfriaba sería otra razón más para el color en su cara. En la mitad de su balanceo hacia atrás y cuando tenía la cara hacia arriba, abrió los ojos mientras exhalaba y entonces el cielo lo hizo olvidar.
Las estrellas que comenzaban a aparecer se movían con una conocida coreografía, algo que talvez se podía parecer al móvil sobre la cuna de un pequeño, o quizá de él mismo. Comenzó a sentir el color azul del cielo y sintió su paz, la tranquilidad. Sintió la seguridad de que la violencia y el dolor jamás serían de ese color. Comenzó a descubrir el silencio pintado de azul, la transparencia hacia el infinito que existe más allá de él y quiso vivir en ese azul intenso para siempre. Pero de pronto el azul comenzó a tornarse anaranjado e incluso llegó ser rojo. El rojo que él había visto en otros ojos, el rojo que le había hecho cerrar sus propios ojos. Finalmente el color rojo comenzó a desaparecer y se volvió todo negro y frío. Sólo quedaban pequeños puntos luminosos que nada iluminaban. Entonces supo que jamás debería perder el azul. Ese debía ser siempre su último color. Entonces tomó sus seis témperas y saco el pequeño frasco con el color azul. Tomó su pincel y en su último intento por ser niño, caminando lentamente, volvió a su casa con la nariz pintada de azul.

domingo, 29 de mayo de 2011

Las Lavanderas

Fuertes y recias caen las sábanas. Como las nubes en las tormentas del sur, pero blancas. Sondeando hacia el este y el oeste burlando al viento. Sin agua pero mojadas, gotean en el suelo un clave morse que sin significado termina por convertirse en barro.
Las lavanderas exponen su trabajo, las artistas. Cuelgan sus cuadros en muros de colores infinitos, donde sus obras destacan el blanco y no al revés como pretende la realidad. Y ellas orgullosas las exponen por la mañana para que su gran admirador las observe todo el día. Primero desde abajo, luego un poco más arriba para que al medio día ya las observe completamente desde lo alto. Más tarde pasa al otro lado y comienza a bajar la vista mientras las sigue observando hasta llegar abajo otra vez y entonces se avergüenza por haberla observado todo el día como un eterno enamorado y se esconde para tomar fuerzas y volver al otro día y hacer lo mismo; el mirón, el de mejillas coloradas al atardecer.
Y el viento sopla como queriendo robarles su cosecha, que lejos del mar sale del agua. Y ellas van sonriendo y mostrando sus dientes, también blancos, también listos para que el viento se los lleve. Sus brazos quemados por el sol, los surcos en sus caras, los hijos en el alma.
Son errantes, como tú y yo. Buscan el sol para coronar su trabajo y pierden el día cuando no está. Le temen al viento y a los pájaros artistas.
Nunca vi sábanas tan blancas. Ni siquiera la mariposa más vieja y sabia exhibe tales canas cuando extiende sus alas.
Pero ahí están las sábanas, como tímidos fantasmas de aquellas señoras con el alma al viento y las manos al agua.
Hueles, es el aroma del jabón, el aroma de las flores. El olor limpio del jardín, pero sin color.
Y ahora conversan. Ríen esperando que el sol haga su trabajo. Lloran pensando en él. Dejan sobre sus rodillas las manos con las uñas transparentes como sus ojos. Con los dedos hinchados y descoloridos por la espuma de un mar amargo y desechable. Y agarran la falda celeste y la aprietan empuñando sus manos, ambas a la vez. Se aferran a un sueño ahogado en pequeños baldes naranja y orillas de ríos fríos, limpios al principio y sucios al final. No sueltan el género celeste. Lo sostienen con fuerza buscando el calor en sus manos, tratando de percibir su propio olor.
Y secan su transpiración pasando la frente sobre el hombro como si las flores estampadas en su vieja blusa pidieran más agua. Entonces se ríen, y sus mejillas saltan arriba y abajo al mismo ritmo de la carne suelta bajo sus brazos; de los muslos sobre el tronco a medio cortar; de las sábanas al atardecer.
Las viejas buenas, las que siempre sonríen, las de manos siempre frescas.

viernes, 15 de octubre de 2010

El Escultor

Esperó hasta que la noche se convirtiera en el perfecto útero. Acariciaba las palmas de sus manos una con otra, enamorádolas. No las miraba para que se besaran tranquilas. Para que se amaran tanto que su trabajo no pudiera resultar menos hermoso que eso.
Pensaba en ella mientras rozaba su cara con sus manos, tratando de robar un par de besos.
Se imaginaba cómo serían sus ojos. Hasta dónde llegaría la comisura de sus labios cuando riera y cuántos destrozos harían sus lágrimas mientras cayeran.
Siguió imaginando y delirando hasta que de pronto el color oscuro de la noche lo deslumbró, y sintiendo que sus manos ya se hartaban de amor, comenzó.
Trabajó largas horas mientras salpicaba pequeños defectos que se deshacían en el suelo. Trabajó hasta que por fin la tuvo al frente. La miró a los ojos y ahí estaba. Era ella. La mujer de hielo; azul, trasparente, brillante. Fría de labios celestes.
Su pelo como río de aguas azul y blanco que se alborotaba a medida que los peces nadaban contra su corriente, que terminaba en cascada como si fuera una fuente de bronce y estaño, cubriendo de rebalse sus pies pequeños.
Su frente lo cegaba con un resplandor que no podía ser reflejo de algo exterior. Un escudo de hielo, que trataba de impedir que provocara en sus ojos un poco de calor. Era un instinto de conservación.
Sus ojos, aun más azules que la sombra de sus labios. Sus ojos simples, de esencia. Con pequeñas estalactitas y estalagmitas; frágiles y punzantes; protegiendo, amenazando como dientes de una prehistórica planta carnívora que atrapa visiones y las mastica hasta digerir en sueños. El color de sus ojos, el color cristal, el color perfecto.
Su nariz tenía el preciso corte del diamante. Un resbalín natural por donde se deslizarían pingüinos y focas, y hasta un diminuto e imaginario elefante marino que caería al mar; también azul, también frío.
Sólo soñaba con nadar sin brazos hasta caer en sus labios; un pequeño salvavidas para abrazar, para descansar hasta el amanecer. El primer descubrimiento de agua dulce. De una inmensidad en una inmensidad aun más grande. Sus labios fríos. Compuestos de agua, pero secos, duros, igual a una porcelana.
Y se atrevió a tocar su barbilla para ver si podía mover su cabeza. Pero no se movió. Aplicó un poco más, pero sólo un poco más de presión, y no se movió. Le dio miedo volver a intentar. Pero logró quedarse con un recuerdo helado en la yema de su dedo, sólo por esos cinco segundos y luego desapareció en su calor. Lo perdió.
Su cuello caía como el fósil de un prehistórico nogal perdido en un glaciar; recio y fuerte, pero noble. Se separaba en dos grandes raíces, para caer largas y terminar en otras diez pequeñas raíces, atentas esperando, separadas unas de otras con la gracia de la geometría: perfecta pero fría.
Sólo al mirar sus senos sintió que el frío realmente podía doler, que comenzaba a congelar su corazón. Miró tan detenidamente que sus ojos ya se escarchaban. Era el azul más delicado que jamás había percibido, el más sereno. Y sus mejillas se volvieron vergüenza, porque no tenía derecho a mirarla. Entonces rápidamente bajó la vista para observar su ombligo. Y tuvo que pensar que era un remolino de agua azul que daba vueltas atrayendo todo a su alrededor, hasta que lo atrapaba hundiéndolo en el más gélido océano, para que su vergüenza se enfriara a doscientos metros bajo el agua, bajo cero.
Así cayendo y cayendo se encontró con su sexo: Azul intenso, con cristales de hielo y nieve que se entrelazaban para formar el frío más frágil que jamás había conocido. Dormido hace mil millones de años y escondido entre y sobre lo más alto de dos pilares de hielo hermosos hasta el suelo; de curvas talladas por gotas de agua.
Volvió a mirarla pero ahora hacia arriba y muy rápido. Sintió que todo ese frío le latía en el cuello y quizo abrazarla pero se contuvo. Un calor inimaginable comenzaba a invadirlo.
Retrocedió unos pasos y se quedó mirándola. Realmente era azul y brillante, y no parecía tan fría. Y la miró y la miró, hasta que sus pupilas se congelaron, pero sólo sus pupilas porque el resto estaba ardiendo. Parado frente a ella y con un leve temblor en sus labios cayeron sus lágrimas. Y no sabía si eran eran sus pupilas que se deshacían con el calor de sus párpados. No sabía si sus manos pararían de temblar y volverían a amarse. No sabía si el frío se podía amar, hasta ahora. Entonces decidió que debía tenerla aunque fuera unos minutos, porque prefería eso a mirarla para siempre. Y se acercó ansioso. Con el temor de un niño, con el temblor de un anciano. Primero tomó su mano, como si fuera la última hoja de otoño. Resbaló sus manos acariciando sus codos y sus hombros hasta perderlas tras su espalda. Apoyó las palmas de sus manos contra su piel celeste y la abrazó con fuerza mientras apoyaba su cara contra su rostro. Y sintió el frío más intenso, y vio el azul más hermoso. Y se quedó abrazado a ella hasta que desapareció.