martes, 25 de noviembre de 2008

El deber

Aquella tarde en el patio de la estación de trenes, pensé que podía encontrarme con ella. Yo ya la había visto por ahí. Deambulé largo rato, sin darle botes a mi pelota para no asustarla. De pronto apareció un segundo y se perdió tras un vagón. Era hermosa, incluso más hermosa que la paleta de dulce con la cara del pato Lucas que estaba en la tienda de la esquina. Yo la había comprado con un dinero que me había dado mi papá con la condición de no molestar a mis hermanas durante tres días seguidos, incluyendo objetos personales y pololos. Coloqué la paleta en mi velador, justo al lado del reloj de Lucas. La miré durante varios días, soporté horas de hambre y ahuyenté 46 moscas y dos comandos de avanzada, que de haber vuelto con la información, habrían llenado de hormigas mi trofeo. Todo mi esfuerzo fue inútil; un día entré en mi pieza, el piso estaba reluciente, los muebles no tenían ni un poco de polvo, no había ropa en el suelo y mi paleta de dulce del Pato Lucas estaba rota. Comprendí que había sido una víctima más en la sangrienta lucha de clases.

Me acerqué al viejo vagón y busqué largo rato hasta que la volví a ver. Deambulaba sola, sin mirar a los cientos de espectadores que boquiabiertos exclamaban su belleza. Así era, orgullosa y mimada como una estrella de cine. Bailaba con los más hermosos temblores, escapando nerviosa de un pasado horrible, de una cárcel de seda y piel. Saltaba en el aire como si fuera la campeona del luche o la reina de las naciones. Yo la miraba, pero me hacía el tonto. Ella sabía que yo la miraba pero no me prestaba atención. Incluso si me acercaba mucho, se alejaba. Pero era hermosa, parecía una de mis pinturas con témpera de artes plásticas, claro que hecha con cuidado y dedicación. Hermosa y delicada, flotaba como una pequeña hoja de otoño vestida de fiesta. A ratos era torpe e indefinida, pero tan hermosa que me hacía mover la cabeza con pequeños tumbos para minimizar su vuelo imperfecto. De pronto, y a causa de como movía la cabeza, no vi la pared y me di un cabezazo tremendo. Lo que más me dolió es que como andaba con la lengua afuera, asunto del cual ya había sido advertido en ocasiones anteriores, me la mordí. Una vez que mis ojos se habían secado, y no es que estuviera llorando, sino que yo transpiro mucho cerca de los ojos, me di cuenta que la había perdido de vista.

Caminé largo rato hasta que por fin la vi. Estaba completamente decidido y esta vez debía tener todo bajo control. Con gran destreza y gracias a que era una materia fresca, me até los zapatos sin mirarlos para no perderla de vista. La aseché como un gran cazador, hasta que en un momento de descuido -la naturaleza no siempre es perfecta- se posó al alcance de mi mano. La tomé rápidamente pero con cuidado para no dañarla, ya que mis órdenes eran llevarla completa. La miré entre mis manos y la pude ver bien, era realmente hermosa. Con mucho cuidado la coloqué sobre una plumavit, extendí sus alas con un mano y de pronto, por un momento, creí ver en ella mi hermosa paleta de dulce. Dudé un instante, casi me dio pena, pero me repuse al hipnotismo de mi prisionera y con la otra mano, sin mirar sus ojos, le atravesé un alfiler.

martes, 11 de noviembre de 2008

Ahora, atrás de ti.

Se entremezcla con la niebla, camina casi sin tocar el suelo. Escupe de escarcha y el viento no se atreve a soplar. A su paso se forman pequeños remolinos en la espuma ingrávida, que se asemejan a oscuros huecos del globo ocular de una calavera, un cráneo, blanco, blanca como la noche brumosa cuando la luna está entera. Y esa misma niebla no quiere tocarlo. A medida que avanza casi al rozar su cuerpo se escurre por un lado y pasa hacia atrás dando una vuelta en el aire, como de alivio. Nadie más lo nota, sólo las hojas saben de su paso cuando aplastadas no alcanzan a gritar.
Siente un gemido y se detiene. No se mueve, hasta que por fin ve al hombre arrastrándose por la hojarasca. Quieto y sin oír, espera hasta que lo tiene al alcance de su mano. Levanta lentamente el brazo mientras sus garras hacen correr asustados a los destellos de la luna. Mira al hombre y cuando lo tiene justo debajo, lanza el manotazo que se siente como la caída de un árbol. Levanta su mano empuñada asiendo un pedazo de aquél hombre. La carne aún tibia entre las costillas, blancas como marfil y listas para pudrirse. Las tiras de piel y nervio mezcladas con la grasa amarillenta y la sangre roja, que llega poco a poco al café oscuro. Se lleva su presa a la boca y la desgarra con los dientes. Bota el resto al suelo y se lame las manos, con los pelos inundados en sangre, manchados de tierra.
Camina por horas arrastrando las patas, indiferente, dejando huellas de baba en el suelo y en las ramas que golpean su cara. El sonido del vaho saliendo de su nariz se siente a lo lejos, a intervalos simétricos como los rayos de una gran tormenta, como las tumbas en un cementerio.
Y lo sientes al frente mientras se acerca. Lo escuchas cada vez más fuerte y quieres correr, pero no corres, no puedes. Las manos que salen de la tierra agarran tus pies clavándote las uñas en las canillas y los tobillos. Y lo sientes al frente, cada vez más cerca. Y el miedo te hace vomitar, los ojos comienzan a llorar sabiendo que es la última vez. Te muerdes la lengua hasta arrancar un pedazo y ya no sabes si sientes la sal de tu sangre o la dulzura de tus lágrimas, o al revés. La comisura de tu boca comienza a temblar. El agua de tus ojos se junta en ella y entonces sacas la lengua para lamer tus labios y los llenas de sangre, y él la huele y se acerca aún más rápido y de pronto sientes en tu cara su aliento y el miedo. Cierras los ojos para no verlo, aprietas el estómago inocente para que no clave sus garras y ahora, abriendo los ojos escupes la sangre cuando atrás de ti, las mismas garras se entierran en tu espalda, caes al suelo y lo último que sientes es el gusto de aquella hoja llena de tierra y la baba que cae sobre tu ojo.

lunes, 3 de noviembre de 2008

Cerca de la orilla

El sol ya estaba en el final del día y las piernas comenzaban a dolerle cuando se dio cuenta que estaba arrodillado frente al mar. En la orilla el agua casi no se movía, igual que su reflejo. Su rostro, y tras ese rostro, desenfocado el fondo arenoso. Después de un rato dejó de ser ese fondo arenoso y se convirtió en parte del reflejo, en lo que había detrás de su rostro, en el interior de su cabeza. Recordó cuando hace cinco años y medio construyó ahí un pequeño castillo de arena, sólo con las manos, sin más pretensiones y le dijo a Amanda que así sería la casa donde vivirían el resto de su vida. Arena era lo que no lo dejaba pensar. Arena era lo que hacía subir y bajar la marea dentro de él.

- "Arena debe haber sido lo último que vio."
Dijo esto y se puso de pie.

Era una mañana hermosa y era el único paseo que había podido tener con su hijo después de los largos meses de trabajo en el extranjero. Amanda, su mujer, había muerto el día del parto. El niño que ya tenía cuatro años se había quedado con sus abuelos los cinco meses que el padre había estado ausente.
Se despidieron de los abuelos y salieron en busca de aquél pequeño y escondido rincón en el que él y Amanda iban cada tarde que comenzaba la primavera.
Llegaron a aquella playa. El sol estaba a un cuarto del día y la luz se reflejaba en el agua rebotando en todas direcciones. Él entrecerraba un poco los ojos, mientras que su hijo que casi le colgaba de las manos, tenía los ojos abiertos como si un tren de luces viniera directo a él. Pensó que su madre debía haber sido como ese lugar. Estuvieron así parados hasta que el reflejo del sol pasó sobre sus cabezas.
Ya el sol se encontraba en el medio del día. Tendieron la pequeña frazada y abrieron la canasta con pan, jugos y frutas que había mandado la abuela. No había lugar a las palabras. Almorzaron mirando el paisaje, y el pequeño cruzando de vez en cuando la mirada sobre su padre, para aprender cómo se miraba el horizonte, cómo se sostenía un trozo de pan más de cinco minutos entre los labios, cómo se dejaba rodar una lágrima sin que cayera al suelo.
Hasta que el padre lo miró sonriendo, pasó su mano suavemente por la cabeza del niño y se recostó de espaldas hasta que el aroma de la arena y el agua lo hicieron dormir.
El sol ya estaba pasando la mitad del día y los reflejos iban y venían en todas direcciones. El agua también iba y venía como el dedo índice de una mano que llama hasta que alguien viene. El niño entendió el llamado y se levantó para caminar hacia el mar. Sonriendo se acercó más y más, y sus risas se confundían con el reventar de las pequeñas olas. Entonces, quiso jugar con la espuma y quiso reírse con las cosquillas de la brisa y con el desorden de la arena y con el ir y venir, y con el subir y bajar hasta que estuvo dentro del mar y comenzó a jugar con él. Se entretuvo con la arena, con su sabor mientras la tragaba. Consiguió hacer las burbujas más grandes y las veía subir con los ojos entreabiertos. Se reía con las cosquillas de la arena y el agua entrando en sus pulmones. Se alegraba de sentir como lo tomaban de un lado para otro, todos su nuevos amigos. Jugó y jugó hasta que el cansancio lo hizo dormir y apoyó suavemente su cabeza sobre el fondo arenoso. El sol ya estaba en el final del día.

lunes, 27 de octubre de 2008

Compañera de Viaje

Ella era mi compañera de viaje. La que nunca dijo aquella palabra, la que estaba prohibida.
Con ella recorrí cien caminos, di mil pasos y sonreí un millón de veces.
Con ella me perdí en la noche, y en buscar el camino, perdí el día entero.
Entonces nadie nos buscaba, nadie sabía de nosotros. Donde íbamos éramos desconocidos, forasteros. Sólo nos conocían en nuestro propio pueblo, que comenzaba donde salíamos de uno y llegaba hasta entrar a otro.
Y tomábamos el camino como mejor fuera ese día. Primero, yo caminaba adelante y ella atrás. Y luego yo atrás y ella a un costado, generalmente al izquierdo, porque íbamos al sur. A veces ella llevaba el equipaje, otras yo.
Incluso en algunas ocasiones nos disgustábamos y ella caminaba veinticinco pasos delante de mí. A veces eran veintisiete, pero más pequeños. Así caminábamos kilómetros y Kilómetros, separados pero en la misma dirección. Hasta que finalmente uno de los dos se extenuaba y entonces descansábamos. Un rato, sólo un rato y luego seguíamos. No había prisa. Tampoco había a donde llegar.
Así vivíamos los dos y así nos mirábamos hasta desaparecer en nuestros sueños, hasta volver a vernos por la mañana. Así nos descubríamos, nos impresionábamos con mil maneras de decir lo mismo, sintiendo cómo los ojos se vuelven locos, cómo el último poro despierta, el más lejano, el más oculto. Un rincón específico; el codo, parte del brazo; una mejilla, un pequeño rincón que se hace presente para que te des cuenta que estás vivo, que tu cuerpo consta de miles de partes y que cada una de ellas está viva y que hay alguien que quiere conocerlas, que quiere recorrerlas para hacer un mapa detallado. El escrito de un territorio propio, tan propio que se hace desconocido.
Buscando eso nos volvimos viejos, nos volvimos cansados. Cada vez nuestro destino se encontraba más lejos, más inalcanzable, más allá.
Así una noche, en un prado cualquiera, en un lugar que bien no recuerdo, sentados frente a una fogata ella se despidió. Se levantó como un manto blanco y siguió un camino diferente al mío, un camino que jamás vi indicado. Y me quedé solo. Pensé en cientos de diferentes caminos para seguir. Ya los había recorrido todos. Finalmente encontré uno. Por un momento traté de levantarme para caminar por él, pero no pude. Me mantuve sentado y me embargó una profunda sensación de vacío. En ese momento decidí que todavía era tiempo, que no quería seguir mi aventura solo. Tomé un largo respiro, el último, y con pasos ansiosos me dispuse a seguir a la que siempre fue, mi compañera de viaje...

jueves, 23 de octubre de 2008

El grito

Rodaba pequeña, dejando como un caracol su huella de baba en la cara. Se deslizaba sobre la mejilla, luego el mentón y finalmente se descolgaba para caer, también silenciosa.
El era un hombre solo, un hombre despojado de toda posibilidad de amar. Nada tenía, ni siquiera las ganas de morir. Su silueta comenzaba a marchitar la luz y su sombra ya no manchaba las paredes.
Nadie sabe cómo ni cuándo, pero él había perdido la capacidad de hablar, y no sólo de hablar sino también de emitir cualquier sonido a través de su boca.
Pasaba los días ensimismado, observando la oscuridad. Cada día, sin fallar ni el más frío ni el más caluroso, él se sentaba en el suelo, tomaba su trozo de hilo, el mismo de siempre, y comenzaba a llorar, inundando la pequeña habitación del silencio más puntiagudo, de gotas de agua también mudas. Así pasaba horas mientras en su cara se veía la desesperación del silencio, la impotencia del grito que nunca salía. Día tras día y silencio tras silencio, aquel grito nunca nacía.
A través de los años en su cara comenzaron a aparecer los surcos de la mudez, las honduras en la piel producto de la presión hecha en los músculos para lanzar aunque sólo fuera un gemido, un pequeño alivio por donde escaparan los años de dolor. La soledad comenzó a gritarle al oído, la vejez a cantar su canción y la vida a mirarlo de lejos, distante para no ver de cerca al hombre que no habla, que no puede decirle a nadie lo que tiene en su corazón, que no puede de una vez por todas gritar el dolor que desde hace años tiene en el alma.
Así caminó solo hasta el último día, cuando ya cansado se sentó en el suelo, sobre una calle de antiguos adoquines con la espalda apoyada en la pared. Su cara magra, sus manos tristes, su cuerpo ya ido. Sintió por primera vez que ya no era posible otra oportunidad. Sintió que el dolor que tenía dentro y que nunca había podido sacar era tanto, que finalmente lo estaba matando. Se dio por vencido, cerró los ojos y pensó morir es ese instante. Pensó que por lo menos su vida podría salir rápido y dejarlo. Sintió de pronto un miedo incontenible al pensar que su vida podía quedar atrapada igual que su dolor y no salir nunca, no terminar jamás. Pero sentía que moría, sentía que por fin algo salía de él, vaciando la angustia guardada por tantos años. Comenzó a sentir que perdía fuerza, la poca que le quedaba, y entonces rompió a llorar, a llorar en silencio casi con un poco de felicidad por sentir finalmente que comenzaba a vaciar su alma, a vaciar su vida, a morir. Siguió llorando hasta que recordó el momento en que perdió la voz. Buscó rápidamente en el bolsillo de su viejo pantalón y tomó aquel trozo de hilo, el de siempre, y entonces comenzó a llorar con estertores, comenzó realmente a llorar y sus lágrimas comenzaron a caer lánguidas, perdidas, hasta que de pronto sintió un dolor agudo en su ojo y entonces cayó una lágrima, una lágrima de cristal brillando hasta el suelo. Cayó despacio como una hoja de otoño y al tocar el suelo se escuchó el tintineo del cristal rompiéndose en mil pedazos. Un niño que pasaba en ese momento escuchó el frágil sonido. Se acercó, miró al hombre y le preguntó:
- ¿Por qué lloras? - y el hombre recogió los pedazos de cristal, los colocó en la mano del niño y sonriendo, cerró los ojos esperando el final.

miércoles, 15 de octubre de 2008

Nadie ríe con tu pena

Se pintó un lunar en la mejilla, se puso los zapatos rojos y salió taconeando a la lluvia. Inmediatamente el maquillaje recargado de su cara comenzó a caer, y la tristeza de sus ojos se manchó de diferentes tonos, menos del verde esperanza.
Años atrás, cuando aún vivía su hijo, hacía su trabajo como nadie en el mundo. El cariño y el amor eran su más importante patrimonio, y su risa -que era la mejor de las mejores- sin duda reflejaba la pureza de su alma. Hasta que un día, un día como hoy, todo ocurrió y se tuvo que marchar.
Comenzó a dormir en callejones y a soñar con sus murallas. A comer de la basura y a vestirse de tristeza. Pedía dinero sin siquiera esbozar un pequeño chispazo, una ínfima pisca de aquella mágica sonrisa que le diera la fuerza para salir a triunfar. En un par de meses perdió la vergüenza y se vendió en la calle.
Deambulaba perdiéndose entre la multitud y parando en las esquinas que ofrecieran las mejores condiciones para el trabajo. Pasaba horas soportando el frío, inventando el calor. No había un día en que no escuchara las risas que finalmente se convertían en cientos de insultos, que no entendían su miseria, la historia cruel que un día convirtiera uno de los actos más puros del cuerpo, en la podredumbre forzada, irresistible, falsa y absurda de un alma triste que está sentenciada a fingir y entregarse a otros por un poco de dinero.
Su alma estaba obsesionada con los niños, quizá por todo lo que ocurrió. No le importaba que pasaran adultos, que generalmente llevaban más dinero. En cuanto pasaba un niño por delante, trataba de envolverlo, de cercarlo, de atraparlo en su juego. Pero no lograba nada, ni siquiera una pequeña sonrisa.
Aquella tarde se encontraba observando la vitrina de una pequeña tienda de mascotas. Comenzó a recordar, mientras su enfoque iba disminuyendo, hasta que mirando su propio reflejo en el vidrio, recordó que él mismo, años atrás, le había regalado un pequeño perro a su hijo. De pronto, ese perdido recuerdo le inundó el corazón y pensó que quizás, sólo quizás, aún no era demasiado tarde.
Tomó su peluca roja, se maquilló los ojos y la boca -tan grande como pudo- sin olvidar el lunar en su mejilla. Se colocó el traje amarillo con cuello pomposo color violeta, con círculos blancos y mangas terminadas en flor. Calzó sus zapatos rojos, los guantes blancos y cuando pasaban unos niños, se colocó su plástica, redonda y roja nariz, y bajo la lluvia -con la mejor de sus rutinas- salió a buscar una vez más, la sonrisa que nunca llegó.

viernes, 10 de octubre de 2008

Redes y espuma

Ella pasó toda su vida a la orilla del mar. Vivió con él, aprendió de él y se alimentó de él. Jamás pensó que el mar pudiera dormir en otra cama que no fuera de agua.
Vivía también con su padre, que le enseñó todo lo que un viejo y alcohólico pescador podía saber de la vida: pescar, remar, tejer redes y azotar a una pequeña niña, hasta ver en sus ojos el llanto que años atrás matara a su madre. Así fue muriendo la pequeña perla de mar, juguetona y curiosa; brillante y delicada, hasta convertirse en una barracuda negra, de agallas suntuosas y ojos protuberantes, con escamas gruesas y bigotes de sensor. Aún así y con sólo trece años, tenía un hombre, que por supuesto jamás presentó a su padre.
A ella, el mar le había dado todo lo que tenía y le había quitado todo lo que había perdido. Él ofrecía y tomaba, como un viejo dios con mil cabezas de pelos canos y espumosos, que iban y venían como el dedo índice, que llama al más sumiso de los peones sabiendo que en el momento en que se arrodille a sus pies, lo golpeará con sus manos llenas de vida.
Cuando ella necesitaba algo, simplemente lo obtenía del mar, y si algo no le servía, siguiendo su lógica, lo devolvía a éste. Por lo tanto no tuvo que pensar mucho, cuando pasados nueve meses de su inesperado embarazo, tomó un bote y remando hasta encontrarse oculta mar adentro, parió un pequeño varón. Lo tomó en sus manos y tal como hiciera con todo lo que no le sirviera, lo arrojó al mar y volvió remando hacia la playa.
El pequeño se hundía lentamente en el agua. Encontraba tan natural el ambiente, que ni siquiera se asustó. Quizá fue esa inocencia la que rompió el sello y separó finalmente el sórdido mundo de tierra del espacio cristalino y húmedo, transformando este lugar, libre de suciedad como el mismo útero, en un mundo de reglas propias donde aquel pequeño hombrecillo comenzó tímidamente a respirar.
Fue adoptado por el mar, aprendió a convertirse en espuma y a disfrazarse de nube. Pero una de las cosas que más le gustaba, era conversar con la estrella de mar acerca de las diferencias que existían entre este vanidoso molusco y su primo el astro.
Así, el niño aprendió de la gran experiencia del mar y la gran visión del cielo. Convirtiéndose en vapor subía a conversar con las nubes, y luego se condensaba para volver al mar.
Su verdadera madre aún vivía. Era un mujer triste y sola. Su alma estaba amarga. Ya nada quería verse en sus ojos.
Un día el pequeño iba disfrazado de nube, estaba muy cerca de la orilla y a baja altura. Mirando hacia abajo de pronto vio a una mujer que miraba perdidamente el horizonte. Se veía triste. El pensó que quizá podría regalarle un poco de su alma llena de vida, y soltó unas gotas de agua. Cayeron suavemente hasta la cara de la triste mujer y resbalando por sus mejillas se confundieron con sus lágrimas. Ella miró hacia el cielo, tomó un gran respiro, y con la mirada llena de ternura, la mirada que hace años perdiera, recordó a un pequeño niño y esbozó entre sus labios húmedos una pequeña sonrisa....

lunes, 19 de mayo de 2008

Dos buenas razones

Todo empezó la tarde que quise probarme esos anteojos que encontré tan bien escondidos en el fondo del baúl de mi abuelo, que ya había muerto.
Hasta ese momento mi vida me había parecido un poco plana. Entonces, me invadió una impresionante visión de redondez alrededor de la cual comencé a gravitar.
Aquellos anteojos eran maravillosos. Y no es que fueran hermosos. No. Eran simplemente maravillosos. Tan feos que me hacían pasar desapercibido; Requisito fundamental para realizar mi arte.
Comencé el estudio del fenómeno a los once años. Al poco tiempo surgió una pregunta que haría aún más interesante mis afanes: "¿Si el aumento del lente de mis anteojos es mayor, los objetos de mi estudio se verán más grandes? Y entonces aprendí que cuando uno tiene algo en la vida, siempre quiere más. No me bastaba con verlas. No. Quería verlas más grandes. Y luego de hacer la prueba lo comprobé. Así aprendí que en la vida lo bueno hay que tomarlo con medida.
Lo más extraño es que después de un tiempo comencé a imaginármelas en todos lados, y como este es un país de montañas y ésta una ciudad rodeada de cerros, mis ojos me traicionaron al ver en esas montañas y en esos cerros cientos de inmensos senos redondos y protuberantes con nieve virgen que a mis once años era la nieve más blanca que jamás había visto o pretendía ver. Y entonces traté de no crecer, para que mis ojos no superaran la altura de mis admiraciones. Y traté de no comer para no estar nunca satisfecho. Y traté de no dormir para no perderme del espectáculo maravilloso de tan inimaginable forma de atracción. Y es que no había manera de que no apuntaran hacia mí. Es cierto que algunas eran más amenazantes que otras y que incluso algunas se preparaban en un salto mortal para caer en las manos de algún afortunado e intrépido investigador. Pero eso yo no lo sabía, esperaba saberlo pronto, pero definitivamente no lo sabía.
Aquellos anteojos habían cambiado mi vida. Incluso mi profesora parándose enfrente, me decía que me veía más estudioso y que le gustaba conversar conmigo porque siempre sonreía y eso era algo bueno. Y como no iba a sonreír si la señora tenía los senos aplastados por unos me imagino horribles corpiños y digo corpiños porque deben haber sido antiquísimos y entonces yo me imaginaba la cara del director con la nariz pegada al vidrio o un pequinés con la nariz chata. Juro que yo trataba de sacarme los anteojos para no reírme pero ella insistía en que me los dejara puestos. Y claro, después de un tiempo comenzó a pensar que yo era un poco tonto porque me reía todo el día, pero y qué, no le podía decir que se cambiara los corpiños.
Por suerte yo era un niño con experiencia. Ya me habían echado de un colegio por haberme robado el libro de clases. Mi error fue robármelo con otros compañeros, y es que cuando uno hace cosas malas tiene que hacerlas solo, sino, siempre te van a pillar. Por eso nunca le conté a nadie de mis anteojos, no era por egoísta porque ya me había dado cuenta que había para todos. Era para resguardar mi credibilidad y ángel.
Hasta que un día, todavía cuando tenía once años, vi pasar un niña preciosa. Tenía el pelo de un color rojizo y amarillo. También usaba anteojos y tras ellos sus ojos azules y en los que vi una mirada que me hizo temblar. Yo tenía mis anteojos puestos y por primera vez en todo ese tiempo me sentí incómodo, no debía verla así, no tenía derecho. Me dio tanta vergüenza que me los saqué y la observé impávido mientras se acercaba. Yo no podía hacer otra cosa que mirar sus ojos. Hacía mucho tiempo que no miraba a los ojos a una persona. De pronto ella se acercó directo hacia mí. Yo me encontraba parado y ella me miraba y sonreía, pero sonreía tanto que de pronto yo pensé que quizá su abuelo había conocido a mi abuelo y que entonces los anteojos que ella tenía puestos eran iguales a los míos y que ella me estaba viendo, y se reía de mí. Ella siguió sonriendo hasta que yo me di vuelta y salí corriendo.
Nunca más la volví a ver, y en ese instante terminaron mis inclinaciones científicas. Gracias a ella entendí por qué los anteojos de mi abuelo estaban tan bien guardados en su baúl y porqué es tan difícil mirar a la gente a los ojos, sin pensar en lo que esconderán.

lunes, 12 de mayo de 2008

Robo de Identidad

Hace pocos días apareció una noticia que daba cuenta de un robo de información personal y de identidad a través de internet de muchas personas en Chile. Al parecer mi nombre aparece en esta lista publicada por un Hacker junto a otras identidades robadas desde diferentes sitios en la red. Si alguien encuentra la mia, se ruega devolver a.... ehhhh, mmmmmm.

Te conozco desde muerta

Juró que a las doce de la noche bailaría desnuda a la luz de la luna. Debía ser verdad, porque a las once con cincuenta y cinco minutos comenzó a quitarse la ropa, partiendo por los zapatos.
Era una hermosa fiesta y ella estaba más hermosa que nunca. Sonrió un poco y me miró esperando que yo me perdiera en sus ojos.
Sus guantes blancos cayeron al suelo. Lentamente se acercó, pausadamente, casi sin respirar. Su vestido perdió cada uno de los botones de perla y cayó como la seda. Las manos atrás de la espalda hacían más perfecto su busto. Parecía que aquél instante nunca iba a terminar. Seguía mirándome, mojando sus labios, avergonzándome y lanzando una advertencia que sólo yo podía percibir, que sólo yo podía devolver. Finalmente estaba cerca, me tomó del brazo y apretó con fuerza, aunque sólo con cara de fuerza. Con la otra mano me tomó la cabeza y con rabia, me besó. Sentí que el corazón me salía por la boca. Unos segundos más tarde repitió al oído esas extrañas palabras, se desprendió de mí y desapareció caminando entre la gente.
Durante un par de segundos me quedé inmóvil, la gente me miraba. De pronto se doblaron mis rodillas y caí al suelo. Un líquido espeso comenzó a brotar de mi boca, mientras el pelo se tornaba de invierno. Mis ojos dejaron de percibir colores y no pude ver de dónde salía la sangre que comenzaba a esparcirse por el suelo. Supuse que era mía porque sentía un dolor agudo, tan agudo como aquél beso.

Era un día como cualquier otro, el sol estaba en lo alto y yo estaba seguro que la amaba. Nunca pude entender el temblor que me producían sus labios. Mis amigos decían que tenía suerte de sentir algo, pero de todas maneras me asustaba.
No conocí a sus padres y nunca quiso hablar de ellos. No conocí su casa ni al resto de su familia. No tenía amigas, ni trabajo, ni escuela, sólo me tenía a mí.
Sus ojos eran hermosos y grandes, tan grandes como para perderme en ellos. Y sus manos, que jamás tomaron calor, eran las más tersas que yo había sostenido. Su belleza no podía ser de este mundo, y muchas veces lo creí así.
Todos me decían que era la mejor mujer que jamás había tenido, y mis amigos decían que jamás tendría otra igual, así que, o me casaba, o pasaría el resto de mi vida solo. Eso me asustó más que ella y le propuse que nos casáramos. Ella aceptó y dijo unas palabras que jamás comprendí. Cuando les conté sobre esas palabras a mis amigos, les dije: "No importa, total nunca entiendo lo que las mujeres quieren decir". Todos nos reímos.
Un día hablábamos sobre nuestro matrimonio, yo le pregunté por los curas, me miró callada por unos segundos y sonriendo se mordió el labio hasta que se hizo una herida. Pero no sangró. Se quitó la ropa a tirones y se lanzó sobre mi para hacerme el amor. No estaba en posición de quejarme y sólo lo tomé como una extravagancia.
El día de nuestro matrimonio me juró que bailaría desnuda a las doce de la noche bajo la luz de la luna, que me llevaría con ella para siempre, que me lo había ganado y que yo era suyo. Eso me pareció excitante. La fiesta era maravillosa y ella se veía espectacular.
La miré desde el otro lado del salón y entonces ella me miró. Vi el brillo en sus ojos y me di cuenta que la amaba más que nunca. Miré mi reloj y marcaba cinco para las doce. La volví a mirar, mientras comenzaba a quitarse los zapatos...

martes, 6 de mayo de 2008

Mi bien... amada

Mi amor es válido, porque te amo igual que a mi dinero y eso es mucho. Es mucho dinero y es mucho amarte.
No te perdería, eres muy preciada para mí. Amo tus ojos verdes, verdes como el color del dinero. Cada vez que te veo siento el tintinear de las monedas al chocar unas con otras.
Es que realmente te amo, tanto como a mis autos y mis casas. El brillo de tus ojos que me recuerda los diamantes, tu sonrisa la plata, tu pelo el petróleo.
Si el Cielo estuviera en venta lo compraría para ti y luego lo venderíamos más caro y entonces te compraría todo el Universo y me sobraría dinero.
Y cuando no estás te extraño. Me siento perdido sin ti. Es como cuando no tengo dinero en mis bolsillos, siento el vacío, el desamparo, el fracaso.
Desde que te conocí, los amaneceres son increíbles y también los atardeceres. El color del cielo, rojo, amarillo, el sol redondo, imponente, más grande; ahhh... si yo fuera dueño del sol.
Me encantan las noches, porque puedo regalarte mil estrellas. Puedo escoger las mejores, las más grandes y luminosas. Me encanta regalarte las estrellas y me encanta que no me cuesten dinero.
Recuerdo los momentos en que te hablo al oído y te digo un secreto y tu también me dices uno y entonces es nuestro y nadie más lo sabrá nunca, nunca jamás, como el número de mi caja fuerte.
Eres mi tesoro más preciado. Cada vez que me miras me haces subir al cielo como si fuera el precio de las acciones, y cuando no te veo, decaigo como el dólar en los malos tiempos.
Tú le das valor a mi vida. Me haces ser más fino, con mejores terminaciones. Me adornas con tu sola presencia y me das un valor agregado. Como una obra de arte que sin firma no vale nada.
Vivir a tu lado sería el contrato más grande de mi vida. Me daría por completo a ti. Jamás te mentiría. Sabrías todo. No habría momento en que no fueras la persona por la que vivo y trabajo. La persona que conoce todos mis secretos, la que me cuenta todo. Serías mi compañera. Lo tuyo sería mío y lo mío tuyo. Compartiríamos nuestros intereses, nuestros sueños, sueldos y metas. Igual que un socio. Para llevar nuestra vida juntos, como una empresa rentable con grandes dividendos, con dos beneficiarios: tú y yo.
Amor no me dejes nunca. Sería mi ruina, la quiebra. Mi amor es válido, es de más de siete cifras. Es tanto que hasta a mí me cuesta imaginarlo.
Finalmente y hecho el balance, me he podido dar cuenta que no podría vivir sin ti. Eres la única mujer que he amado en mi vida. Eres la única que ha tenido algún valor para mí.

martes, 29 de abril de 2008

Llorarás cuando ría

Era un niño como cualquier otro de su edad. No tenía nada que lo hiciera verse diferente. Fue sólo cuando cumplió ocho años que el color de su ojo izquierdo comenzó a cambiar.
Recuerdo como empezó todo. Aquel día el niño cumplía ocho años, no puedo recordar su nombre y espero no hacerlo jamás. Lo celebraban con un hermosa fiesta, como se acostumbraba en los pueblos de las praderas escocesas. Era hijo único. Sus padres pertenecían al clan mayor del norte de la región donde había muchos niños. Habían deseado tener otro pero no pudieron, entonces, le dedicaron todo su tiempo a él.
Aquella tarde el niño jugaba con sus amigos mientras los mayores celebraban a los padres como mandaba la tradición.
La madre del pequeño había preparado un gran banquete para la celebración. Todo era perfecto. Los niños comían a destajos y se notaba que la felicidad era inmensa.
El niño junto a sus cinco amigos jugaban cuerdas, un juego típico de la región. Se veían felices, tan felices que de pronto el niño comenzó a reír de felicidad. Primero despacio y luego un poco más fuerte y cada vez más fuerte hasta que comenzó a reír con toda el alma y en ese preciso momento, mientras su risa envolvía el lugar, sus cinco amigos cayeron al piso muertos, y el niño siguió riendo, fuerte, fuerte y lejos, porque se escuchaba el eco recorriendo las montañas como un aliento de terror; frío, seco, mezclándose con un alarido de dolor que parecía venir de todos lados del mundo, buscando como un hacha de bruma otros niños a quien degollar.
Todos los que estábamos ahí nos quedamos paralizados. Fue tanto el miedo que me produjo su risa que no me di cuenta hasta rato después que uno de los niños que había caído muerto era mi hijo.
De pronto el niño dejó de reír y nos miró. En ese preciso momento el miedo brotó en mi piel abriendo tanto los poros que sentí como el grito que tenía ahogado escapaba de mi cuerpo. Entonces vi sus ojos. El derecho era como siempre, azul y angelical. Pero el izquierdo había cambiado. El iris era blanco y su pupila brillaba. El globo ocular era transparente y dejaba ver su cerebro, que por un momento me pareció ver, se movía dentro de su cabeza. Nos seguía mirando y paulatinamente en su cara se posó una increíble expresión de ternura. Poco a poco comencé a sentir una tranquilidad infinita en mi corazón. Sentí paz, una paz que jamás pensé conocer. En ese instante, de su ojo izquierdo comenzó a caer una pequeña lágrima, que a medida que bajaba por su mejilla se acompañaba de un temblor en su boca, convirtiéndose lentamente en un pequeño sollozo hasta que finalmente rompió en un llanto desconsolado.
Una profunda pena me inundó y comencé a escuchar un vagido, un llanto de recién nacido que atravesaba el cielo completamente. Un aliento de vida, del principio de la vida. Y luego vino otro y otro y otro más, hasta que escuché un centenar de recién nacidos. Un calor eléctrico acompañaba el llanto que parecía venir de todos lados del mundo. Un nacimiento inmenso que llegó como una ola que me golpeó en un instante para sentir la más grande felicidad que jamás había sentido.
Luego el niño dejó de llorar y lentamente comenzó a inundarme el terror de ver en su cara como se esbozaba nuevamente, una pequeña sonrisa.