domingo, 29 de mayo de 2011

Las Lavanderas

Fuertes y recias caen las sábanas. Como las nubes en las tormentas del sur, pero blancas. Sondeando hacia el este y el oeste burlando al viento. Sin agua pero mojadas, gotean en el suelo un clave morse que sin significado termina por convertirse en barro.
Las lavanderas exponen su trabajo, las artistas. Cuelgan sus cuadros en muros de colores infinitos, donde sus obras destacan el blanco y no al revés como pretende la realidad. Y ellas orgullosas las exponen por la mañana para que su gran admirador las observe todo el día. Primero desde abajo, luego un poco más arriba para que al medio día ya las observe completamente desde lo alto. Más tarde pasa al otro lado y comienza a bajar la vista mientras las sigue observando hasta llegar abajo otra vez y entonces se avergüenza por haberla observado todo el día como un eterno enamorado y se esconde para tomar fuerzas y volver al otro día y hacer lo mismo; el mirón, el de mejillas coloradas al atardecer.
Y el viento sopla como queriendo robarles su cosecha, que lejos del mar sale del agua. Y ellas van sonriendo y mostrando sus dientes, también blancos, también listos para que el viento se los lleve. Sus brazos quemados por el sol, los surcos en sus caras, los hijos en el alma.
Son errantes, como tú y yo. Buscan el sol para coronar su trabajo y pierden el día cuando no está. Le temen al viento y a los pájaros artistas.
Nunca vi sábanas tan blancas. Ni siquiera la mariposa más vieja y sabia exhibe tales canas cuando extiende sus alas.
Pero ahí están las sábanas, como tímidos fantasmas de aquellas señoras con el alma al viento y las manos al agua.
Hueles, es el aroma del jabón, el aroma de las flores. El olor limpio del jardín, pero sin color.
Y ahora conversan. Ríen esperando que el sol haga su trabajo. Lloran pensando en él. Dejan sobre sus rodillas las manos con las uñas transparentes como sus ojos. Con los dedos hinchados y descoloridos por la espuma de un mar amargo y desechable. Y agarran la falda celeste y la aprietan empuñando sus manos, ambas a la vez. Se aferran a un sueño ahogado en pequeños baldes naranja y orillas de ríos fríos, limpios al principio y sucios al final. No sueltan el género celeste. Lo sostienen con fuerza buscando el calor en sus manos, tratando de percibir su propio olor.
Y secan su transpiración pasando la frente sobre el hombro como si las flores estampadas en su vieja blusa pidieran más agua. Entonces se ríen, y sus mejillas saltan arriba y abajo al mismo ritmo de la carne suelta bajo sus brazos; de los muslos sobre el tronco a medio cortar; de las sábanas al atardecer.
Las viejas buenas, las que siempre sonríen, las de manos siempre frescas.

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