Se entremezcla con la niebla, camina casi sin tocar el suelo. Escupe de escarcha y el viento no se atreve a soplar. A su paso se forman pequeños remolinos en la espuma ingrávida, que se asemejan a oscuros huecos del globo ocular de una calavera, un cráneo, blanco, blanca como la noche brumosa cuando la luna está entera. Y esa misma niebla no quiere tocarlo. A medida que avanza casi al rozar su cuerpo se escurre por un lado y pasa hacia atrás dando una vuelta en el aire, como de alivio. Nadie más lo nota, sólo las hojas saben de su paso cuando aplastadas no alcanzan a gritar.
Siente un gemido y se detiene. No se mueve, hasta que por fin ve al hombre arrastrándose por la hojarasca. Quieto y sin oír, espera hasta que lo tiene al alcance de su mano. Levanta lentamente el brazo mientras sus garras hacen correr asustados a los destellos de la luna. Mira al hombre y cuando lo tiene justo debajo, lanza el manotazo que se siente como la caída de un árbol. Levanta su mano empuñada asiendo un pedazo de aquél hombre. La carne aún tibia entre las costillas, blancas como marfil y listas para pudrirse. Las tiras de piel y nervio mezcladas con la grasa amarillenta y la sangre roja, que llega poco a poco al café oscuro. Se lleva su presa a la boca y la desgarra con los dientes. Bota el resto al suelo y se lame las manos, con los pelos inundados en sangre, manchados de tierra.
Camina por horas arrastrando las patas, indiferente, dejando huellas de baba en el suelo y en las ramas que golpean su cara. El sonido del vaho saliendo de su nariz se siente a lo lejos, a intervalos simétricos como los rayos de una gran tormenta, como las tumbas en un cementerio.
Y lo sientes al frente mientras se acerca. Lo escuchas cada vez más fuerte y quieres correr, pero no corres, no puedes. Las manos que salen de la tierra agarran tus pies clavándote las uñas en las canillas y los tobillos. Y lo sientes al frente, cada vez más cerca. Y el miedo te hace vomitar, los ojos comienzan a llorar sabiendo que es la última vez. Te muerdes la lengua hasta arrancar un pedazo y ya no sabes si sientes la sal de tu sangre o la dulzura de tus lágrimas, o al revés. La comisura de tu boca comienza a temblar. El agua de tus ojos se junta en ella y entonces sacas la lengua para lamer tus labios y los llenas de sangre, y él la huele y se acerca aún más rápido y de pronto sientes en tu cara su aliento y el miedo. Cierras los ojos para no verlo, aprietas el estómago inocente para que no clave sus garras y ahora, abriendo los ojos escupes la sangre cuando atrás de ti, las mismas garras se entierran en tu espalda, caes al suelo y lo último que sientes es el gusto de aquella hoja llena de tierra y la baba que cae sobre tu ojo.
martes, 11 de noviembre de 2008
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