lunes, 3 de noviembre de 2008

Cerca de la orilla

El sol ya estaba en el final del día y las piernas comenzaban a dolerle cuando se dio cuenta que estaba arrodillado frente al mar. En la orilla el agua casi no se movía, igual que su reflejo. Su rostro, y tras ese rostro, desenfocado el fondo arenoso. Después de un rato dejó de ser ese fondo arenoso y se convirtió en parte del reflejo, en lo que había detrás de su rostro, en el interior de su cabeza. Recordó cuando hace cinco años y medio construyó ahí un pequeño castillo de arena, sólo con las manos, sin más pretensiones y le dijo a Amanda que así sería la casa donde vivirían el resto de su vida. Arena era lo que no lo dejaba pensar. Arena era lo que hacía subir y bajar la marea dentro de él.

- "Arena debe haber sido lo último que vio."
Dijo esto y se puso de pie.

Era una mañana hermosa y era el único paseo que había podido tener con su hijo después de los largos meses de trabajo en el extranjero. Amanda, su mujer, había muerto el día del parto. El niño que ya tenía cuatro años se había quedado con sus abuelos los cinco meses que el padre había estado ausente.
Se despidieron de los abuelos y salieron en busca de aquél pequeño y escondido rincón en el que él y Amanda iban cada tarde que comenzaba la primavera.
Llegaron a aquella playa. El sol estaba a un cuarto del día y la luz se reflejaba en el agua rebotando en todas direcciones. Él entrecerraba un poco los ojos, mientras que su hijo que casi le colgaba de las manos, tenía los ojos abiertos como si un tren de luces viniera directo a él. Pensó que su madre debía haber sido como ese lugar. Estuvieron así parados hasta que el reflejo del sol pasó sobre sus cabezas.
Ya el sol se encontraba en el medio del día. Tendieron la pequeña frazada y abrieron la canasta con pan, jugos y frutas que había mandado la abuela. No había lugar a las palabras. Almorzaron mirando el paisaje, y el pequeño cruzando de vez en cuando la mirada sobre su padre, para aprender cómo se miraba el horizonte, cómo se sostenía un trozo de pan más de cinco minutos entre los labios, cómo se dejaba rodar una lágrima sin que cayera al suelo.
Hasta que el padre lo miró sonriendo, pasó su mano suavemente por la cabeza del niño y se recostó de espaldas hasta que el aroma de la arena y el agua lo hicieron dormir.
El sol ya estaba pasando la mitad del día y los reflejos iban y venían en todas direcciones. El agua también iba y venía como el dedo índice de una mano que llama hasta que alguien viene. El niño entendió el llamado y se levantó para caminar hacia el mar. Sonriendo se acercó más y más, y sus risas se confundían con el reventar de las pequeñas olas. Entonces, quiso jugar con la espuma y quiso reírse con las cosquillas de la brisa y con el desorden de la arena y con el ir y venir, y con el subir y bajar hasta que estuvo dentro del mar y comenzó a jugar con él. Se entretuvo con la arena, con su sabor mientras la tragaba. Consiguió hacer las burbujas más grandes y las veía subir con los ojos entreabiertos. Se reía con las cosquillas de la arena y el agua entrando en sus pulmones. Se alegraba de sentir como lo tomaban de un lado para otro, todos su nuevos amigos. Jugó y jugó hasta que el cansancio lo hizo dormir y apoyó suavemente su cabeza sobre el fondo arenoso. El sol ya estaba en el final del día.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Espectacular viejo perro. Precioso