martes, 7 de junio de 2011

Un mal cálculo

La mañana estaba triste. El mar sostenía su barbilla con las manos y las nubes andaban con la cara larga. Los roqueríos bostezaban y el horizonte tenía los ojos entreabiertos.
Él se encontraba sentado sobre las rocas, con los pies llegando al mar. Fue la primera vez que vi a todo un escenario y sus actores inmóviles, impávidos mirando al público y buscando en él, alguna entretención, algún acontecimiento, aunque fuera una sola persona.
Esa mañana era aburrida. El día anterior había salido del colegio, salido para nunca más. Hace dos años se había prometido botar hoja por hoja el cuaderno de matemáticas la mañana siguiente que terminara el colegio. Al principio pensó que podía contaminar el mar con tal cantidad de deshechos, pero después recapacitó y pensó: "Lo que no es, no es. Por lo tanto las matemáticas no contaminan". Con esa lógica reprobó el ramo todos los años.
Miró como una gaviota volaba desganada frente a él. Movía las alas de arriba hacía abajo, una y otra vez. Y por supuesto con tal monotonía se quedó dormida hasta que cayó como una flecha al mar. Él pensó que dormida se ahogaría, pero la gaviota salió inmediatamente a flote y con un pez en la boca.
- Suerte la de ella. Se duerme y encuentra comida. Y yo que voy a tener que estudiar cinco años más y trabajar toda mi vida para poder comer.
Entonces abrió el cuaderno y lo primero que vio fue su nombre escrito en la contra tapa con una letra que para entonces ya le pareció un poco desarreglada. El pelotón de tinta justo sobre el comienzo de su apellido era una afrenta que la sal del mar tendría que saldar, y el número del año que ya comenzaba a terminar, tendría que llenarse de arena.
Tomó la primera hoja en la que tenía escrito números en perfecto orden desde arriba hasta abajo y en toda la plana. El título de la materia con lápiz azul y el subrayado en rojo. La arrancó lentamente del cuaderno mientras el espiral la trataba de agarrar con todas sus fuerzas para que no se la quitaran. Él tiraba y el espiral también, hasta que la hoja se fue rompiendo dejando caer pequeños trozos de papel como si el viejo cuaderno sangrara la sabia seca guardada por varios siglos. Se quedó con la hoja en la mano y recordó el primer día en clases de ese último año. Recordó su colegio, los profesores, sus amigos, sus sobre nombres. Vio como un frío recuerdo al primer amigo que había muerto, cuando todos pensaban que sólo los viejos se morían. Sin arrugar esa primera hoja, la dejó caer justo en el momento en que una de las mil ochocientas olas de esas dos horas chocaba contra las rocas. Y él sabía que eran mil ochocientas, porque llevaba ahí dos horas y cada hora tiene sesenta minutos y cada minuto sesenta segundos. Por lo tanto si multiplicas sesenta por sesenta eso da exactamente tres mil seiscientos. Y eso por dos, porque eran dos horas, da exactamente siete mil doscientos. Y si tenemos que cada ola revienta cada cuatro segundos entonces en esas dos horas reventaron siete mil doscientos dividido por cuatro, lo que corresponde a un total de mil ochocientas olas, y olas de mar.
No eran las matemáticas lo que le molestaba. Lo que realmente odiaba era que lo obligaran a aprender algo que no tenía color ni olor, que no tenía comparación ni referencia con un cosquilleo en el estómago, con un color intenso en las mejillas, con la humedad de las pupilas.
La primera hoja cayó lentamente, demoró casi un año en caer hasta el agua y luego se confundió con la espuma.
Sonrió y volvió a mirar el cuaderno. Ahora ante sus ojos quedó la segunda hoja. La acarició con la yema de sus dedos y sintió por primera vez la textura del papel. Por un momento creyó sentir las líneas horizontales impresas en color celeste. Una rara sensación lo hizo distraerse y mirar hacia el frente y arriba. El paisaje seguía aburrido y el sol que ya había asomado, esa mañana no hacía reír a nadie.
Seguía acariciando la hoja y pensó que talvez ella podía tener la piel parecida. La había visto el primer día de clases, y de lunes a viernes todo ese año y no se había atrevido a decirle ni una sola palabra. Y ahora ya habían terminado las clases y no la vería más.
Apretó más esa segunda hoja y comenzó a dolerle la textura del papel. Comenzó a tirar de ella con fuerza y el espiral que también se había aburrido la dejó ir sin darse si quiera cuenta. Tomó esa segunda hoja, se levantó y la soltó tratando de que se alejara lo más posible para que se fuera mar adentro. La hoja comenzó a caer lentamente y a dar vueltas, y en una de esas vueltas él pudo ver que por el otro lado de la hoja se veía de pronto el nombre de ella escrito varias veces en toda la plana y con un título en azul y subrayado en rojo. Con un rápido movimiento trató de alcanzar la hoja pero el viento la movió tan solo un poco, lo suficiente para que él con un mal cálculo perdiera el piso y resbalara cayendo al mar. Cayó despacio, pareció que demoró un año en caer al agua, pero mientras caía alcanzó en el aire la segunda hoja de papel y se hundió en el agua dejando el brazo arriba para que no se mojara. Sacó la cabeza para respirar y sonriendo vio que detrás de la hoja seca con el nombre de ella escrito casi cien veces, el horizonte, las nubes, el mar, los roqueríos y la mañana se reían con él.

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