lunes, 12 de mayo de 2008

Te conozco desde muerta

Juró que a las doce de la noche bailaría desnuda a la luz de la luna. Debía ser verdad, porque a las once con cincuenta y cinco minutos comenzó a quitarse la ropa, partiendo por los zapatos.
Era una hermosa fiesta y ella estaba más hermosa que nunca. Sonrió un poco y me miró esperando que yo me perdiera en sus ojos.
Sus guantes blancos cayeron al suelo. Lentamente se acercó, pausadamente, casi sin respirar. Su vestido perdió cada uno de los botones de perla y cayó como la seda. Las manos atrás de la espalda hacían más perfecto su busto. Parecía que aquél instante nunca iba a terminar. Seguía mirándome, mojando sus labios, avergonzándome y lanzando una advertencia que sólo yo podía percibir, que sólo yo podía devolver. Finalmente estaba cerca, me tomó del brazo y apretó con fuerza, aunque sólo con cara de fuerza. Con la otra mano me tomó la cabeza y con rabia, me besó. Sentí que el corazón me salía por la boca. Unos segundos más tarde repitió al oído esas extrañas palabras, se desprendió de mí y desapareció caminando entre la gente.
Durante un par de segundos me quedé inmóvil, la gente me miraba. De pronto se doblaron mis rodillas y caí al suelo. Un líquido espeso comenzó a brotar de mi boca, mientras el pelo se tornaba de invierno. Mis ojos dejaron de percibir colores y no pude ver de dónde salía la sangre que comenzaba a esparcirse por el suelo. Supuse que era mía porque sentía un dolor agudo, tan agudo como aquél beso.

Era un día como cualquier otro, el sol estaba en lo alto y yo estaba seguro que la amaba. Nunca pude entender el temblor que me producían sus labios. Mis amigos decían que tenía suerte de sentir algo, pero de todas maneras me asustaba.
No conocí a sus padres y nunca quiso hablar de ellos. No conocí su casa ni al resto de su familia. No tenía amigas, ni trabajo, ni escuela, sólo me tenía a mí.
Sus ojos eran hermosos y grandes, tan grandes como para perderme en ellos. Y sus manos, que jamás tomaron calor, eran las más tersas que yo había sostenido. Su belleza no podía ser de este mundo, y muchas veces lo creí así.
Todos me decían que era la mejor mujer que jamás había tenido, y mis amigos decían que jamás tendría otra igual, así que, o me casaba, o pasaría el resto de mi vida solo. Eso me asustó más que ella y le propuse que nos casáramos. Ella aceptó y dijo unas palabras que jamás comprendí. Cuando les conté sobre esas palabras a mis amigos, les dije: "No importa, total nunca entiendo lo que las mujeres quieren decir". Todos nos reímos.
Un día hablábamos sobre nuestro matrimonio, yo le pregunté por los curas, me miró callada por unos segundos y sonriendo se mordió el labio hasta que se hizo una herida. Pero no sangró. Se quitó la ropa a tirones y se lanzó sobre mi para hacerme el amor. No estaba en posición de quejarme y sólo lo tomé como una extravagancia.
El día de nuestro matrimonio me juró que bailaría desnuda a las doce de la noche bajo la luz de la luna, que me llevaría con ella para siempre, que me lo había ganado y que yo era suyo. Eso me pareció excitante. La fiesta era maravillosa y ella se veía espectacular.
La miré desde el otro lado del salón y entonces ella me miró. Vi el brillo en sus ojos y me di cuenta que la amaba más que nunca. Miré mi reloj y marcaba cinco para las doce. La volví a mirar, mientras comenzaba a quitarse los zapatos...

1 comentario:

Gabriel Bunster dijo...

Leo absorto de punta a cabo; mas aun algo no entiendo .. está muerta ? es un sueño? porque la vivencia es de tal intensidad y fulminación, que mas parece sueño o fantasía.

Buenísimo.