lunes, 19 de mayo de 2008

Dos buenas razones

Todo empezó la tarde que quise probarme esos anteojos que encontré tan bien escondidos en el fondo del baúl de mi abuelo, que ya había muerto.
Hasta ese momento mi vida me había parecido un poco plana. Entonces, me invadió una impresionante visión de redondez alrededor de la cual comencé a gravitar.
Aquellos anteojos eran maravillosos. Y no es que fueran hermosos. No. Eran simplemente maravillosos. Tan feos que me hacían pasar desapercibido; Requisito fundamental para realizar mi arte.
Comencé el estudio del fenómeno a los once años. Al poco tiempo surgió una pregunta que haría aún más interesante mis afanes: "¿Si el aumento del lente de mis anteojos es mayor, los objetos de mi estudio se verán más grandes? Y entonces aprendí que cuando uno tiene algo en la vida, siempre quiere más. No me bastaba con verlas. No. Quería verlas más grandes. Y luego de hacer la prueba lo comprobé. Así aprendí que en la vida lo bueno hay que tomarlo con medida.
Lo más extraño es que después de un tiempo comencé a imaginármelas en todos lados, y como este es un país de montañas y ésta una ciudad rodeada de cerros, mis ojos me traicionaron al ver en esas montañas y en esos cerros cientos de inmensos senos redondos y protuberantes con nieve virgen que a mis once años era la nieve más blanca que jamás había visto o pretendía ver. Y entonces traté de no crecer, para que mis ojos no superaran la altura de mis admiraciones. Y traté de no comer para no estar nunca satisfecho. Y traté de no dormir para no perderme del espectáculo maravilloso de tan inimaginable forma de atracción. Y es que no había manera de que no apuntaran hacia mí. Es cierto que algunas eran más amenazantes que otras y que incluso algunas se preparaban en un salto mortal para caer en las manos de algún afortunado e intrépido investigador. Pero eso yo no lo sabía, esperaba saberlo pronto, pero definitivamente no lo sabía.
Aquellos anteojos habían cambiado mi vida. Incluso mi profesora parándose enfrente, me decía que me veía más estudioso y que le gustaba conversar conmigo porque siempre sonreía y eso era algo bueno. Y como no iba a sonreír si la señora tenía los senos aplastados por unos me imagino horribles corpiños y digo corpiños porque deben haber sido antiquísimos y entonces yo me imaginaba la cara del director con la nariz pegada al vidrio o un pequinés con la nariz chata. Juro que yo trataba de sacarme los anteojos para no reírme pero ella insistía en que me los dejara puestos. Y claro, después de un tiempo comenzó a pensar que yo era un poco tonto porque me reía todo el día, pero y qué, no le podía decir que se cambiara los corpiños.
Por suerte yo era un niño con experiencia. Ya me habían echado de un colegio por haberme robado el libro de clases. Mi error fue robármelo con otros compañeros, y es que cuando uno hace cosas malas tiene que hacerlas solo, sino, siempre te van a pillar. Por eso nunca le conté a nadie de mis anteojos, no era por egoísta porque ya me había dado cuenta que había para todos. Era para resguardar mi credibilidad y ángel.
Hasta que un día, todavía cuando tenía once años, vi pasar un niña preciosa. Tenía el pelo de un color rojizo y amarillo. También usaba anteojos y tras ellos sus ojos azules y en los que vi una mirada que me hizo temblar. Yo tenía mis anteojos puestos y por primera vez en todo ese tiempo me sentí incómodo, no debía verla así, no tenía derecho. Me dio tanta vergüenza que me los saqué y la observé impávido mientras se acercaba. Yo no podía hacer otra cosa que mirar sus ojos. Hacía mucho tiempo que no miraba a los ojos a una persona. De pronto ella se acercó directo hacia mí. Yo me encontraba parado y ella me miraba y sonreía, pero sonreía tanto que de pronto yo pensé que quizá su abuelo había conocido a mi abuelo y que entonces los anteojos que ella tenía puestos eran iguales a los míos y que ella me estaba viendo, y se reía de mí. Ella siguió sonriendo hasta que yo me di vuelta y salí corriendo.
Nunca más la volví a ver, y en ese instante terminaron mis inclinaciones científicas. Gracias a ella entendí por qué los anteojos de mi abuelo estaban tan bien guardados en su baúl y porqué es tan difícil mirar a la gente a los ojos, sin pensar en lo que esconderán.

2 comentarios:

Edo dijo...

Lo que encuentras en el baúl de un abuelo tiene una magia ancestral. Es como descifrar el misterio de alguien que tiene un poco de ti, o tú un poco de él.

Gabriel Bunster dijo...

Otra vez atrapado en tus relatos lleno de imaginación e ingenio. Me gustaría imaginar que tengo anteojos que me permiten ver distinto que los demás; verlos mas a fondo, verlos .. cómo saber como vemos unos en relación a otros?