lunes, 27 de octubre de 2008

Compañera de Viaje

Ella era mi compañera de viaje. La que nunca dijo aquella palabra, la que estaba prohibida.
Con ella recorrí cien caminos, di mil pasos y sonreí un millón de veces.
Con ella me perdí en la noche, y en buscar el camino, perdí el día entero.
Entonces nadie nos buscaba, nadie sabía de nosotros. Donde íbamos éramos desconocidos, forasteros. Sólo nos conocían en nuestro propio pueblo, que comenzaba donde salíamos de uno y llegaba hasta entrar a otro.
Y tomábamos el camino como mejor fuera ese día. Primero, yo caminaba adelante y ella atrás. Y luego yo atrás y ella a un costado, generalmente al izquierdo, porque íbamos al sur. A veces ella llevaba el equipaje, otras yo.
Incluso en algunas ocasiones nos disgustábamos y ella caminaba veinticinco pasos delante de mí. A veces eran veintisiete, pero más pequeños. Así caminábamos kilómetros y Kilómetros, separados pero en la misma dirección. Hasta que finalmente uno de los dos se extenuaba y entonces descansábamos. Un rato, sólo un rato y luego seguíamos. No había prisa. Tampoco había a donde llegar.
Así vivíamos los dos y así nos mirábamos hasta desaparecer en nuestros sueños, hasta volver a vernos por la mañana. Así nos descubríamos, nos impresionábamos con mil maneras de decir lo mismo, sintiendo cómo los ojos se vuelven locos, cómo el último poro despierta, el más lejano, el más oculto. Un rincón específico; el codo, parte del brazo; una mejilla, un pequeño rincón que se hace presente para que te des cuenta que estás vivo, que tu cuerpo consta de miles de partes y que cada una de ellas está viva y que hay alguien que quiere conocerlas, que quiere recorrerlas para hacer un mapa detallado. El escrito de un territorio propio, tan propio que se hace desconocido.
Buscando eso nos volvimos viejos, nos volvimos cansados. Cada vez nuestro destino se encontraba más lejos, más inalcanzable, más allá.
Así una noche, en un prado cualquiera, en un lugar que bien no recuerdo, sentados frente a una fogata ella se despidió. Se levantó como un manto blanco y siguió un camino diferente al mío, un camino que jamás vi indicado. Y me quedé solo. Pensé en cientos de diferentes caminos para seguir. Ya los había recorrido todos. Finalmente encontré uno. Por un momento traté de levantarme para caminar por él, pero no pude. Me mantuve sentado y me embargó una profunda sensación de vacío. En ese momento decidí que todavía era tiempo, que no quería seguir mi aventura solo. Tomé un largo respiro, el último, y con pasos ansiosos me dispuse a seguir a la que siempre fue, mi compañera de viaje...

1 comentario:

Gabriel Bunster dijo...

Bello; dale, sigue.
Saludos