Rodaba pequeña, dejando como un caracol su huella de baba en la cara. Se deslizaba sobre la mejilla, luego el mentón y finalmente se descolgaba para caer, también silenciosa.
El era un hombre solo, un hombre despojado de toda posibilidad de amar. Nada tenía, ni siquiera las ganas de morir. Su silueta comenzaba a marchitar la luz y su sombra ya no manchaba las paredes.
Nadie sabe cómo ni cuándo, pero él había perdido la capacidad de hablar, y no sólo de hablar sino también de emitir cualquier sonido a través de su boca.
Pasaba los días ensimismado, observando la oscuridad. Cada día, sin fallar ni el más frío ni el más caluroso, él se sentaba en el suelo, tomaba su trozo de hilo, el mismo de siempre, y comenzaba a llorar, inundando la pequeña habitación del silencio más puntiagudo, de gotas de agua también mudas. Así pasaba horas mientras en su cara se veía la desesperación del silencio, la impotencia del grito que nunca salía. Día tras día y silencio tras silencio, aquel grito nunca nacía.
A través de los años en su cara comenzaron a aparecer los surcos de la mudez, las honduras en la piel producto de la presión hecha en los músculos para lanzar aunque sólo fuera un gemido, un pequeño alivio por donde escaparan los años de dolor. La soledad comenzó a gritarle al oído, la vejez a cantar su canción y la vida a mirarlo de lejos, distante para no ver de cerca al hombre que no habla, que no puede decirle a nadie lo que tiene en su corazón, que no puede de una vez por todas gritar el dolor que desde hace años tiene en el alma.
Así caminó solo hasta el último día, cuando ya cansado se sentó en el suelo, sobre una calle de antiguos adoquines con la espalda apoyada en la pared. Su cara magra, sus manos tristes, su cuerpo ya ido. Sintió por primera vez que ya no era posible otra oportunidad. Sintió que el dolor que tenía dentro y que nunca había podido sacar era tanto, que finalmente lo estaba matando. Se dio por vencido, cerró los ojos y pensó morir es ese instante. Pensó que por lo menos su vida podría salir rápido y dejarlo. Sintió de pronto un miedo incontenible al pensar que su vida podía quedar atrapada igual que su dolor y no salir nunca, no terminar jamás. Pero sentía que moría, sentía que por fin algo salía de él, vaciando la angustia guardada por tantos años. Comenzó a sentir que perdía fuerza, la poca que le quedaba, y entonces rompió a llorar, a llorar en silencio casi con un poco de felicidad por sentir finalmente que comenzaba a vaciar su alma, a vaciar su vida, a morir. Siguió llorando hasta que recordó el momento en que perdió la voz. Buscó rápidamente en el bolsillo de su viejo pantalón y tomó aquel trozo de hilo, el de siempre, y entonces comenzó a llorar con estertores, comenzó realmente a llorar y sus lágrimas comenzaron a caer lánguidas, perdidas, hasta que de pronto sintió un dolor agudo en su ojo y entonces cayó una lágrima, una lágrima de cristal brillando hasta el suelo. Cayó despacio como una hoja de otoño y al tocar el suelo se escuchó el tintineo del cristal rompiéndose en mil pedazos. Un niño que pasaba en ese momento escuchó el frágil sonido. Se acercó, miró al hombre y le preguntó:
- ¿Por qué lloras? - y el hombre recogió los pedazos de cristal, los colocó en la mano del niño y sonriendo, cerró los ojos esperando el final.
jueves, 23 de octubre de 2008
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