miércoles, 15 de octubre de 2008

Nadie ríe con tu pena

Se pintó un lunar en la mejilla, se puso los zapatos rojos y salió taconeando a la lluvia. Inmediatamente el maquillaje recargado de su cara comenzó a caer, y la tristeza de sus ojos se manchó de diferentes tonos, menos del verde esperanza.
Años atrás, cuando aún vivía su hijo, hacía su trabajo como nadie en el mundo. El cariño y el amor eran su más importante patrimonio, y su risa -que era la mejor de las mejores- sin duda reflejaba la pureza de su alma. Hasta que un día, un día como hoy, todo ocurrió y se tuvo que marchar.
Comenzó a dormir en callejones y a soñar con sus murallas. A comer de la basura y a vestirse de tristeza. Pedía dinero sin siquiera esbozar un pequeño chispazo, una ínfima pisca de aquella mágica sonrisa que le diera la fuerza para salir a triunfar. En un par de meses perdió la vergüenza y se vendió en la calle.
Deambulaba perdiéndose entre la multitud y parando en las esquinas que ofrecieran las mejores condiciones para el trabajo. Pasaba horas soportando el frío, inventando el calor. No había un día en que no escuchara las risas que finalmente se convertían en cientos de insultos, que no entendían su miseria, la historia cruel que un día convirtiera uno de los actos más puros del cuerpo, en la podredumbre forzada, irresistible, falsa y absurda de un alma triste que está sentenciada a fingir y entregarse a otros por un poco de dinero.
Su alma estaba obsesionada con los niños, quizá por todo lo que ocurrió. No le importaba que pasaran adultos, que generalmente llevaban más dinero. En cuanto pasaba un niño por delante, trataba de envolverlo, de cercarlo, de atraparlo en su juego. Pero no lograba nada, ni siquiera una pequeña sonrisa.
Aquella tarde se encontraba observando la vitrina de una pequeña tienda de mascotas. Comenzó a recordar, mientras su enfoque iba disminuyendo, hasta que mirando su propio reflejo en el vidrio, recordó que él mismo, años atrás, le había regalado un pequeño perro a su hijo. De pronto, ese perdido recuerdo le inundó el corazón y pensó que quizás, sólo quizás, aún no era demasiado tarde.
Tomó su peluca roja, se maquilló los ojos y la boca -tan grande como pudo- sin olvidar el lunar en su mejilla. Se colocó el traje amarillo con cuello pomposo color violeta, con círculos blancos y mangas terminadas en flor. Calzó sus zapatos rojos, los guantes blancos y cuando pasaban unos niños, se colocó su plástica, redonda y roja nariz, y bajo la lluvia -con la mejor de sus rutinas- salió a buscar una vez más, la sonrisa que nunca llegó.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

WENA PLUMA DON ANDRES!!!

Rana dijo...

bueno, entretenido...que venga el proximo